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¿Qué tienen que ver los medicamentos con la reducción de los desechos de la industria alimentaria? ¿Cómo se conectan los remedios con lo que les sobra a quienes fabrican productos con pescados y mariscos?
Si siguiéramos una lógica de economía lineal, donde cada quien produce cosas y luego se despreocupa de su destino final, no habría manera de vincular los descartes pesqueros con el desarrollo farmacológico. Pero bajo la economía circular, esa que busca aprovechar los insumos al máximo y reducir la basura al mínimo, tiene todo el sentido del mundo.
“Es a lo que estamos apuntando”, dice Paula Santana, doctora en biotecnología y académica del Instituto de Ciencias Aplicadas de la Universidad Autónoma de Chile. Ella lidera hoy un proyecto para desarrollar medicamentos a partir de descartes de la industria acuícola-pesquera. Es decir, fabricar remedios o tratamientos usando vísceras de moluscos, pieles de pescados u otros restos animales no muy apetitosos.
Con esto pretenden cumplir dos misiones diferentes pero igual de importantes: la primera, crear biofármacos capaces de responder con más eficiencia a desafíos médicos como las bacterias resistentes o el cáncer, para los cuales ciertas moléculas de origen biológico, como los péptidos de algunos pescados o mariscos, muestran buenos resultados.
Y la segunda, no menos relevante, es promover la reducción de los residuos y fomentar la economía circular. “Eso es lo genial del proyecto”, cree Santana: “que haremos un aporte científico reutilizando subproductos de una industria que genera muchos descartes”.
Biofármacos: medicamentos sostenibles
El 2023, junto a investigadores de otras universidades de Chile y México, Santana se ganó un fondo de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) para crear una red internacional dedicada al aprovechamiento de estos subproductos acuícolas y pesqueros, y crear con ellos biofármacos a través de péptidos bioactivos.
Vamos por parte. ¿Qué es un biofármaco? Según la definición más enciclopédica, se trata de productos farmacéuticos cuyo principio activo es de origen biológico —organismos vivos como bacterias, virus u hongos, pero también tejidos animales o vegetales— y que son desarrollados a partir de procesos biotecnológicos.
O sea que en vez de provenir de síntesis químicas, el principio activo —el componente que produce el efecto deseado— es extraído de microorganismos o células de organismos.
En este caso, Santana y su equipo están trabajando con péptidos, unas secuencias cortas de aminoácidos, que las obtienen de las proteínas de estos residuos acuícolas y pesqueros, específicamente de pieles de trucha arcoíris —un salmónido que se cultiva en piscinas— y vísceras de ostiones.
Durante la investigación, han encontrado que algunos de estos péptidos tienen características interesantes para la salud humana, como actividad antihipertensiva, antidiabética, antimicrobiana e incluso anticancerígena.
“Estos subproductos, como cabezas, vísceras, sangre o piel de los animales marinos, los hidrolizamos para obtener estas proteínas y generar un extracto de péptidos”, explica Santana. “Este proceso es más ventajoso que la síntesis química tradicional, pues ahí no necesariamente quedan activos, ya que queda una sola molécula. Con la hidrólisis, en cambio, quedan varios péptidos, los que se unen a diferentes partes de las enzimas y hacen que la actividad inhibitoria sea mucho mejor”.
Por ahora se encuentran analizando y probando que estos péptidos —y luego los eventuales biofármacos— no sean citotóxicos, es decir, que no dañen o maten a otras células.
“Un estudiante de doctorado de la U. Autónoma del Estado de Hidalgo, de México, que trabaja con residuos de piel de trucha, demostró que estos extractos peptídicos no son citotóxicos en ciertas concentraciones”, cuenta. Aunque al mismo tiempo, eso sí, se encontró que tienen actividad anticancerígena.
Lo interesante, dice Santana, es que con péptidos sintéticos puros no se había visto este comportamiento anticancerígeno, mientras que con extractos bioactivos sí. “Todavía estamos analizando los resultados”, advierte.
Nada se bota, todo sirve
Ahora que ya sabemos cuál es la conexión entre las cabezas de pescado y la farmacología, viene otra pregunta: ¿cómo es que a una bioquímica se le ocurre ir a buscar, como quien rescata un anillo en el desagüe, unas moléculas entre la basura de una pesquera?
¿Alguien le dio el dato? ¿Quién le dijo “oye, en esos tarros con tripas de pescado puede que encuentres un remedio antibacteriano y anticancerígeno”?
“Claudio Álvarez, un colaborador de la Universidad Católica del Norte, tiene contactos con varias empresas pesqueras y acuícolas”, dice Santana. “Ellas siempre le preguntan qué se puede hacer con todos estos residuos que generan”.
Solo en las regiones de Coquimbo y Valparaíso se producen unas diez mil toneladas de descartes, según la información que manejan ellos. Las empresas están desesperadas: con la nueva ley REP, que obliga a los productores a hacerse cargo de sus desechos, deben buscarle a estos subproductos un destino que no sea el basural.
“Hace hartos años fui a Calbuco, a conversar con empresas pesqueras para obtener quitina, que sale del exoesqueleto de los crustáceos”, cuenta. No alcanzó ni a terminar de explicarles y ya le habían pasado un montón de barriles con restos de jaibas y cangrejos. “Y era apenas una pequeña parte”.
A la académica de la UA le parece que la economía circular presenta una gran oportunidad para todos. Al verse obligadas a revalorizar los desechos, a las empresas se les abre un camino para aumentar sus ganancias. “Pueden generar otros productos adicionales y sacarle mayor provecho a su cadena productiva”.
También favorece un círculo virtuoso de investigación y desarrollo: a la academia se le generan mayores incentivos para innovar en ciencia aplicada. “Le veo además mucho potencial para la postulación a proyectos Fondef o Corfo, donde podemos escalar estos proyectos y, en nuestro caso, desarrollar biofármacos de consumo masivo”.
Este vínculo entre academia e industria no existía hace algunos años, “principalmente por los tiempos”, opina Santana. “La academia se demora, ya que toma tiempo investigar, probar, desarrollar; pero cada vez las empresas lo entienden mejor”. Dice que hay más gente fomentando estos lazos, “que nos permiten enfocarnos y trabajar en los problemas que ellos tienen, y así desarrollar líneas de investigación que tengan un impacto no solo en el mundo científico sino que además en la industria y en la sociedad. A eso apuntamos”.
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