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Cuando comenzó a llover, ese 24 de marzo de 2015, la gente de Atacama recibió el agua como una bendición. La lluvia aquí es un milagro, una rareza que apenas ocurre tres días al año, casi siempre en invierno. Pero esa emoción muy rápido se convirtió en pánico: en pocas horas, las alegres gotas se convirtieron en un temporal que desbordó ríos e inundó de barro comunidades completas, incluyendo a Copiapó, la capital de la región.
En solo una noche cayeron 80 milímetros de agua, lo mismo que llueve en cuatro años y medio. Hubo 25 muertos, más de 28 mil personas quedaron damnificadas y la ciudad, con rutas cortadas y sin servicios básicos, quedó prácticamente aislada. Qué triste ironía: la zona más seca del mundo de pronto amanecía ahogada.
Entre los miles de problemas que salieron a flote con el lodo, eso sí, uno me quedó muy marcado: la enorme fragilidad alimentaria que tenemos en la región. De un día para otro, literalmente, las góndolas de supermercados y almacenes quedaron vacías, y comprobamos cuánto dependemos de otras regiones de Chile para abastecernos y alimentarnos. Hubo racionamiento de productos y descubrimos cómo casi todos los alimentos que se consumen en Atacama no provienen de acá.
Por supuesto que el paisaje desértico, que es el predominante de la región, no es el más propicio para la producción agrícola. A pesar de eso, esta zona tiene una rica historia rural, con familias que por generaciones se han dedicado a cultivar olivos, uvas, aceitunas, tomates o granadas, llenando de productos frescos a las ferias y mercados locales.
Lamentablemente, a la agricultura familiar campesina, un modelo que prioriza la sostenibilidad, la diversidad y la justicia social, y entrega soluciones locales a problemas de alimentación globales, no se le ha dado el reconocimiento ni el apoyo que merece.
Hoy, en Atacama, esta actividad está en manos de adultos mayores, personas cuyo promedio de edad oscila en los 70 años. Al ser una zona principalmente minera, esa industria captura a la juventud, que abandona los campos atraída por los atractivos sueldos de las mineras. A eso se suma que hoy no le entregamos a las zonas rurales las condiciones para trabajar adecuadamente.
Todavía ocurre, tanto acá como en otras partes de Chile, que en muchos campos no hay luz, tampoco agua potable, alcantarillado ni buena conectividad. Así, en los jóvenes existe poco atractivo para quedarse o introducirse en el rubro agrícola. Por ese motivo también es que, cuando mueren los dueños de terrenos agrícolas familiares, resulta común que los hijos los dividan y vendan como parcelas de agrado, dejando de ser productivos.
Sin embargo, los adultos mayores campesinos son personas muy motivadas y activas, que siempre quieren aprender y participar. Un rol bien importante en eso lo juega el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), que apoya de forma permanente a la agricultura familiar campesina. Gracias a ellos encontré la posibilidad de unir a estudiantes de Nutrición de la Universidad de Atacama, carrera de la que soy docente, con estos pequeños productores, que son los que alimentan localmente a la población. Era un vínculo que no existía, a pesar de que ambos, nutricionistas y campesinos, trabajan con los alimentos y se preocupan de que sean sanos y nutritivos.
Una agricultura local y sostenible para una alimentación nutritiva
La idea es unir estos eslabones que estaban separados y generar en las y los estudiantes una vinculación con su entorno a través de metodologías de enseñanza activa. Sacamos a las y los jóvenes de las salas y los llevamos al terreno, para que pueda aplicar el conocimiento teórico a situaciones prácticas de la vida real, problemas que nunca podríamos simular en el aula. Con esto ayudamos a la comunidad rural, que muchas veces carece de conocimientos técnicos y regulatorios, como las normativas sanitarias que se exigen para los productos, o las últimas buenas prácticas para su elaboración, y también a la estudiantil, pues así conocen de primera mano el valor y origen de los alimentos.
Hicimos un match entre todos los elementos: los pequeños productores quedaron contentos, porque abrieron su imaginación a otras formas de aprovechar y presentar sus productos. Además de los tradicionales, como las mermeladas, el aceite de oliva o las aceitunas, es posible desarrollar variantes más innovadoras y entretenidas. El año pasado, por ejemplo, trabajamos con productores de Vallenar para elaborar queso de cabra de colores, con pigmentos naturales de otros productos de la zona. Otra productora, cuyo fuerte es la mermelada, hizo café con la cáscara de la granada: ahí le agregó circularidad a su proceso, aprovechando los desechos para reducir la generación de residuos.
También hemos investigado métodos para mejorar la cadena de suministros, como sistemas logísticos eficientes y tecnologías de conservación postcosecha, siempre con la estrategia de agregar valor a los cultivos de la agricultura familiar campesina.
De a poco, pero consistentemente, estos proyectos han causado cierto impacto en Atacama, porque nuestro enfoque es cien por ciento regional: le damos prioridad a los productos tradicionales de la zona, muchos de los cuales se han ido perdiendo de nuestra cultura, para recuperarlos y rescatar ese conocimiento ancestral. Por eso, creo yo, recibí el reconocimiento regional del premio Mujer Agroinnovadora 2024, que cada año entrega la Fundación para la Innovación Agraria (FIA).
Otro gran objetivo de esta iniciativa es profundizar el vínculo que tiene la gente de Copiapó con los productos y la cultura local. En estos años, me di cuenta de que muchos jóvenes no conocen su región. Fuimos a trabajar con productores de San Pedro, una localidad cercana, a unos 12 kilómetros de la ciudad, camino a Caldera, pero la mayoría de los estudiantes no sabían que existía y mucho menos que había una importante producción agrícola, con productos orgánicos de muy buena calidad.
Esta asignatura, gracias al contacto y la colaboración con los pequeños productores les muestra que su carrera y su trabajo puede ser relevante no solo para ellos mismos, que esto va más allá de la nota y pasar el ramo: que la nutrición tiene un enfoque social, una relevancia comunitaria. Así ellos saben dónde están y cuáles son las necesidades que hay en su región.
Todo esto me demuestra que nunca hay que dejar de fomentar el trabajo asociativo. En estos tiempos, nada se puede hacer solo. No tiene sentido desarrollar un área sin mirar cómo se afecta la del lado. Ese ha sido un error histórico: mirar solamente desde la óptica compartimentada de una disciplina, y no abrirse hacia una visión conjunta. La universidad ahí es clave, porque es la que genera el conocimiento local y también la encargada de compartirlo.
Al unir dos puntos que parecían alejados, en este caso los estudiantes con los pequeños productores agrícolas, se genera toda una cascada de beneficios: mejora el arraigo de los jóvenes con su territorio, mejora la innovación en los productos, mejora nuestra seguridad alimentaria y eventualmente también nuestra salud, al consumir alimentos más nutritivos y accesibles.
Todavía queda mucho por hacer, recién estamos comenzando, pero al menos la semilla está plantada y ya comienza a germinar.
Lorena Peña Silva es ingeniera en alimentos, magíster en administración y medio ambiente, y académica del Departamento de Nutrición en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad de Atacama.
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