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Incluso la persona menos curiosa se ha preguntado alguna vez, aunque su duda solo haya durado un segundo, si es que hay vida fuera de la Tierra o si algo más vive en otro lugar del universo. ¿Estamos solos? ¿Hay alguien allá afuera?
Los ufólogos, o quienes creen que los ovnis son visitantes extraterrestres, dirán convencidos que sí. Pero también hay quienes intuimos que la vida no es exclusiva de nuestro planeta, que es más común de lo que parece, y para eso buscamos evidencia científica que lo demuestre. A eso nos dedicamos en la astrobiología.
Siempre me pregunté de dónde venía yo y cuál era mi origen. Traté de averiguarlo mediante mi árbol genealógico, pero no fue suficiente: necesitaba llegar todavía más atrás, saber realmente cómo se generó la vida. Hay muchos caminos para llegar a esas respuestas; uno de ellos es buscando rastros biológicos fuera de la Tierra, en otros planetas o cuerpos celestes, y así averiguar cuáles son las condiciones que permiten que la vida surja y se propague.
Mientras se dedica a buscarla en el espacio, la astrobiología tiene un hermoso y complejo problema por delante: debe replantearse la definición de qué es vida y qué no. Las características que conocemos de lo biológico —que responda a estímulos, que crezca, se desarrolle, se reproduzca y muera— puede que no sean las mismas fuera de nuestra atmósfera y menos aún lejos del sistema solar.
Por eso, en esta disciplina también se involucran otras muy distintas, como la geología, la química o incluso la filosofía, pues todos los conceptos preestablecidos se ponen en juego y hay que abrirse a nuevas formas de entender lo que está vivo.
En mi caso, yo abordo la astrobiología desde los microorganismos. No se trata de microbios galácticos —al menos no todavía—, sino que de las hoy famosas bacterias extremófilas, estos seres microscópicos que viven en los paisajes más inhóspitos de la Tierra, como la Antártica, los desiertos o bajo la corteza oceánica.
¿Qué tienen que ver las bacterias extremófilas con la vida extraterrestre? Mucho, pues ellas habitan en entornos hostiles para la vida, similares a los que tuvo nuestro planeta antes de que surgieran la mayoría de las especies animales y vegetales, y muy parecidas a las que tienen otros planetas o satélites.
Por ejemplo en el salar de Gorbea, ubicado al norte de la región de Atacama, donde hay salmueras con un pH de 0,2, tan ácidas que si metes un dedo te lo quemarías completo. Ahí mismo, feliz de la vida, se encuentra la Acidithiobacillus thiooxidans (CLST), una bacteria capaz de soportar esa insoportable acidez, condiciones que además serían análogas a las que alguna vez tuvo el planeta Marte.
Con microorganismos extremófilos como ese, entonces, estudiamos los límites de la vida. ¿Hasta qué pH es posible que un organismo se reproduzca? ¿Cuánta salinidad, presión o temperatura son capaces de soportar estas bacterias? De esta manera, objetos espaciales que antes nos parecían inertes —como la atmósfera de Venus, conformada en un 80 por ciento por ácido sulfhídrico— podrían ser el hogar de alguna pequeña y resistente especie.
Si bien todavía no se han identificado microbios extraterrestres, sí se han detectado, incluso en galaxias muy lejanas, biomoléculas como glicolaldehído, tioacetamida, etanol y cianometilamina, claves para el origen de la vida. Hasta aminoácidos como la glicina, básico para la formación de proteínas, han aparecido en algunos cometas.
¿Demuestra eso la presencia de vida en otros rincones del universo? No todavía, pues la espectroscopía de transmisión —técnica que permite identificar estas moléculas a enormes distancias— todavía no permite saber si estas tienen un vínculo biológico o no.
Ese vacío es el que trato de llenar: tomo el patrón espectral del metabolismo de ciertas bacterias extremófilas —específicamente las llamadas púrpuras, organismos primitivos que llevan aquí más de 2 mil 800 millones de años— y los modelo en atmósferas de exoplanetas para hacer match. Si en algún lugar del universo coinciden, entonces se podría decir que esa molécula está conectada a algún tipo de vida.
Con esas certezas, comenzaría a despejarse el gran misterio del origen de la vida, y confirmar (o descartar) algunas hipótesis. Como la sopa primordial, teoría que sugiere que la vida surgió en los océanos primitivos a partir de compuestos químicos simples, energizados por el calor de las fuentes hidrotermales. O la panspermia, que dice que la vida llegó a nuestro planeta transportada en un cometa o meteorito. Pero de seguro nos ayudará a aceptar la idea, más humilde, de que no somos excepcionales, que la vida prospera incluso en los lugares más difíciles.
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