Holobionte: el concepto biológico que puede cambiar la manera de vincularnos

Holobionte
Ilustración: César Mejías.

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En el cuerpo de una persona hay diez veces más células de origen bacteriano que células humanas.  Si nos pensamos menos como individuos aislados y más como holobiontes, que llevamos dentro esta inmensa comunidad de microorganismos, la forma en que nos relacionamos con el ambiente no será igual. Será mejor. 


Desde hace algunas décadas, aunque muy lentamente, en las ciencias biológicas se discute un concepto que puede cambiar nuestra manera de vincularnos con el mundo. Se denomina holobionte y su premisa no es nueva pero sí disruptiva: dice que cada ser vivo no es solo un individuo sino que todo un ambiente donde conviven miles de organismos. Una persona, vista de esa manera, es un verdadero ecosistema caminante. 

Cada animal o planta, independiente de su tamaño, vive en simbiosis con muchísimos microorganismos; incluso, hay organismos unicelulares que tienen otros seres simbiontes viviendo en una estrecha relación con ellos. Todos ellos son holobiontes.

Los ejemplos abundan: desde las bacterias que sintetizan vitaminas en nuestro intestino hasta las que proporcionan nitrógeno a las plantas, su nutriente más esencial, pasando por peces de aguas profundas que, para atraer a sus presas y parejas, producen bioluminiscencia gracias a simbiontes bacterianos.

El término holobionte fue introducido en 1991 por Lynn Margulis, doctora en ciencias y una de las principales figuras en el campo de la evolución del siglo XX, especializada en microbiología. Entre muchas otras cosas, Margulis es reconocida por proponer que la colaboración entre los organismos, incluso más que la competencia, resulta central para entender el proceso evolutivo. 

“Se ha hablado mucho más de la competencia, en la que el fuerte es el que vence, que de la cooperación”, escribió. “Pero determinados organismos, aparentemente débiles, a la larga han sobrevivido al formar parte de colectivos, mientras que los llamados fuertes, que no han aprendido nunca el truco de la cooperación, han ido a parar al montón de desechos de la extinción evolutiva”.

No es casualidad que la gran mayoría de quienes investigan la simbiosis, como lo hizo tan revolucionariamente la doctora Margulis, sean mujeres. Tiene que ver, me parece, con una diferencia en la forma de percibir la realidad. La ciencia, y particularmente la ecología, han estado históricamente dominadas por este concepto tan masculino de la competencia. Lo que sabíamos respecto a cómo se relacionaban y evolucionaban los organismos se basaba en la premisa de que estábamos compitiendo por recursos escasos y limitados, donde el más fuerte o hábil es quien prevalece. 

Pero la mirada de las mujeres científicas en los últimos cincuenta años ha venido a cambiar ese paradigma. La teoría de la simbiogénesis de la doctora Margulis propone eso: que la vida no es solo competencia sino principalmente colaboración, y que evolucionar y sobrevivir se trata, en buena medida, de formar unidades que son más que la suma de las partes. 

Sin ir más lejos, en el cuerpo de una persona hay casi diez veces más células de origen bacteriano que células humanas.  Y si nos pensamos menos como individuos aislados y más como holobiontes, que llevamos dentro esta inmensa comunidad de microorganismos —y de la cual depende nuestra vida—, es probable que también cambie la forma en que observamos y valoramos nuestro entorno. 

Ya sabemos que mientras más diversa sea la microbiota de un humano, con mayor tipo y variedad de microorganismos, mejor será para la salud y bienestar de la persona. Lo mismo podemos concluir de la sociedad: de su diversidad depende su éxito. Una empresa es más productiva cuando incluye a distintos tipos de personas, y cualquier organización se vuelve más eficiente y creativa cuando incorpora diferentes formas de hacer o pensar las cosas.

Pero tan crucial como la variedad es el equilibrio. En un holobionte, no basta solo con que algunos de los organismos que lo componen estén en buenas condiciones: si todo el resto no está bien, esa diversidad no se puede mantener y la simbiosis comenzará a fallar. Es lo que pasa, por dar un ejemplo, cuando una institución está manejada exclusivamente por hombres: toda la comunidad queda debilitada. 

Asumirnos como parte de un todo, que es más grande que nosotros pero está formado por criaturas minúsculas, es un baño de humildad y a la vez un impulso para recuperar la colaboración y el sentido de comunidad. 


Nicole Trefault es doctora en ciencias biológicas, especializada en genética y microbiología, y vicerrectora de Investigación en la Universidad Mayor.