Indígenas en la academia: identidades invisibilizadas

Para las personas indígenas, la universidad no es necesariamente un oasis de inclusión.

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Para las personas indígenas, o que se identifican con un pueblo originario, la academia no es necesariamente un oasis de inclusión. Muchas de las barreras estructurales que aún persisten en la sociedad, como menores oportunidades, falta de representación y discriminación, lamentablemente también se manifiestan en la universidad. 

Esto lo sé porque lo he estudiado —la movilidad social indígena fue mi tesis doctoral y es uno de mis temas principales de investigación— pero también porque lo he vivido: aunque no figure en mis apellidos, tengo ascendencia mapuche (el segundo apellido de mi padre es Quidel) y me identifico como champurria, que es como se dice en mapuzungun a quienes son mezcla de chilenos y mapuche.

Mi padre creció en Vilcún, una zona rural de la Araucanía, pero siendo muy pequeño emigró a Temuco junto a su familia. Allí sufrió discriminaciones por su origen y su lengua, que como tantos trató de evitar asimilandose a la cultura urbana. Por eso, no crecí muy vinculada al territorio ni a la comunidad indígena, pero de adolescente, a los 15 o 16 años, decidí que quería conocer e identificarme con el pueblo mapuche, para de alguna forma honrar la historia de mi familia.

Aunque no me he visto afectada por el racismo del mismo modo que mi padre, en mi trayectoria académica, primero como estudiante y luego como investigadora, sí he podido identificar los obstáculos añadidos que aún deben sortear las personas indígenas en su desarrollo profesional.

Si bien cada año crece la cantidad de estudiantes universitarios pertenecientes a pueblos originarios —entre 2005 y 2017, la matrícula aumentó un 69 por ciento según el CNED—, y desde 1992 existe una beca específica de CONADI, las barreras y brechas siguen siendo muchas, y el sistema universitario no se encarga de reducirlas con suficiente fuerza.

En la universidad, suele pasar que las personas indígenas son la primera generación de su familia en acceder a la educación superior. Y también que vienen de colegios o escuelas de no muy buena calidad. Una vez en la facultad tienen que nivelarse, pero no hay apoyos estructurales para que lo consigan. 

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Tampoco existen suficientes instancias y espacios para que las personas indígenas puedan desarrollar su herencia cultural. Son pocas las universidades que en su malla tienen historia de pueblos originarios o cursos de lenguas indígenas; así, en vez de ser lugares inclusivos, se transforman en espacios desafiantes, ya que sus principales rasgos culturales, como la lengua y la historia, quedan invisibilizados.

Una vez que egresan de la universidad, estos sesgos no desaparecen. Según mi experiencia de campo, a la mayoría de las personas indígenas, en comparación con las que no lo son, les cuesta mucho encontrar un trabajo estable tras salir de la universidad. Muchas dicen que la razón de ello fue su apellido indígena. Los sueldos, comparativamente, también son mucho más bajos, y avanzar laboralmente les cuesta más, pues las empresas suelen preferir apellidos europeo o mestizos. 

Aquí se genera un complejo y doble problema de no pertenencia. En la academia, por ejemplo, ser mujer, de región, primera generación universitaria y mapuche todavía dificulta la legitimación entre los pares, que suelen ser hombres y de la élite cultural. Al mismo tiempo, cuesta mucho encajar el ascenso social con la identidad indígena.

Existe un cuestionamiento constante a las personas indígenas, de parte de la sociedad, en cuanto a su autenticidad. Por ejemplo, haber crecido o vivir en zonas urbanas se considera poco indígena, o no tener un apellido ni saber hablar la lengua. Hay un esencialismo sobre qué es lo verdaderamente indígena y lo que no, pues en el imaginario social todavía se considera que los mapuche solo viven en rucas y trabajan la tierra, pero no necesariamente es así. Este dilema de autenticidad puede ser muy fuerte, sobre todo para las personas que tienen esta experiencia de movilidad social ascendente. 

El último censo (2017) dice que el 12 por ciento de la población se identifica como indígena. Pero ese número no se ve proporcionalmente representado en la academia. Aunque sí existen profesores y profesoras que se reconocen como parte de los pueblos originarios, son muy pocos y pocas. Menos aún en posiciones de liderazgo o poder.

Aunque existen avances y cambios, estos son más bien simbólicos —como la existencia de este Día Nacional de los Pueblos Indígenas— pero todavía no institucionales ni estructurales. Las universidades, si se lo proponen, podrían liderar este progreso, convirtiéndose en espacios pioneros en cuanto a inclusión, diversidad y fortalecimiento de nuestras identidades ancestrales.


Denisse Sepúlveda Sánchez es doctora en sociología e investigadora del Centro de Economía y Políticas Sociales de la Universidad Mayor.