Cómo fue mi viaje al fondo del océano

La Fosa de Atacama, en el Océano Pacífico, alcanza los 8 mil metros de profundidad. Hasta allí fuimos en búsqueda de microorganismos extremófilos.

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Una foto tomada en las profunidades de la Fosa de Atacama. Foto: ROV SuBastian (Schmidt Ocean Institute).

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El fondo marino, a pesar de todas las exploraciones que se realizan, sigue siendo un misterio. Hoy sabemos más de la superficie de Marte, un planeta que está a 225 millones de kilómetros de distancia, que sobre lo que ocurre en nuestros océanos, que cubren el 70 por ciento de la Tierra. ¿Qué se esconde ahí, en las profundidades de los mares, donde no llega la luz y la presión es 400 veces más alta que aquí arriba? 

Eso fuimos a descubrir a fines de mayo, cuando junto a un equipo internacional de investigación nos subimos al buque científico Falkor (Too), del Instituto Schmidt Ocean, para explorar la Fosa de Atacama, una especie de trinchera geológica que se forma entre las placas de Nazca y Sudamericana, justo frente a la costa del norte chileno, y que alcanza los 8 mil metros de profundidad.

Como microbióloga, mi misión allí fue doblemente desafiante: no solo exploraría una zona completamente desconocida para mí, pues estoy especializada en estudiar microorganismos sistemas geotermales, como géiseres o fumarolas, donde el agua es muy caliente, sino que además tendría que recolectar microorganismos mediante un robot —un vehículo llamado ROV SuBASTIAN— que se sumergiría hasta los 4.500 metros.

¿Por qué estaba yo ahí, en un barco con científicos de diferentes países —liderado por Armando Azua-Bustos, del Centro de Astrobiología de España— tomando muestras de bacterias a profundidades jamás alcanzadas? 

Porque mi foco de estudio son los microorganismos extremófilos, aquellos seres capaces de vivir en ambientes o condiciones donde ningún otro tipo de vida es posible. Allí donde no parece existir nada, como en los salares del desierto de Atacama o los congelados montes antárticos, hay pequeñísimas especies que consiguen resistir cualquier dificultad, las que nos pueden enseñar mucho tanto sobre el origen de la vida como de estrategias para adaptarnos al cambio climático.

Junto a Francisca Valenzuela, estudiante de doctorado en Ciencias Biomédicas de la Universidad Autónoma de Chile, trabajamos durante casi dos semanas en el buque, esperando encontrar microorganismos que vivieran en en la Fosa de Atacama, donde no llega la luz, apenas hay oxígeno y la presión del agua es insostenible incluso para la mayoría de los animales marinos.

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Aparna Banerjee junto a la estudiante Francisca Velenzuela, trabajando en el buque R/V Falkor (too) durante la expedición a la Fosa de Atacama. Foto: Alex Ingle (Schmidt Ocean Institute).

Los detectaríamos gracias a sus biopelículas o biofilms, la capa protectora que los microorganismos extremófilos producen para protegerse y sobrevivir en estos ambientes tan hostiles. Las hacen de carbohidratos complejos, muchas veces en simbiosis con otros microorganismos, en verdaderas comunidades de bacterias y hongos bajo un mismo techo. 

A pesar de la completa oscuridad del fondo marino, a casi cuatro kilómetros de profundidad, nos topamos con bellísimas biopelículas de intensos tonos anaranjados o blancos, en una zona que jamás había sido explorada. 

Según calcula la geología, la Fosa de Atacama se formó hace unos 150 millones de años —la evidencia más antigua del Homo sapiens es de solo 300 mil años atrás—, y al no haber sufrido mayores cambios ni verse afectada por la actividad humana, es probable que estos microorganismos también se hayan mantenido sin grandes alteraciones. Por lo tanto, nos podrían ayudar a comprender qué tipo de vida existía entonces y cómo evolucionaron para sobrevivir en un hábitat tan estresante. 

Para estudiarlos e identificarlos, tenemos que preparar un ambiente de laboratorio lo más similar posible al de la Fosa de Atacama: baja temperatura (entre 1,7 y 4 grados) y baja luz. Ahí debemos incubarlos, esperar a que crezcan y se reproduzcan, para luego secuenciarlos y hacerles análisis bioinformático. 

A diferencia de los organismos termófilos, que se desarrollan a temperaturas muy altas y se pueden reproducir más rápido, estos son psicrófilos: es decir, necesitan del frío, por lo que su metabolismo es mucho más lento y también su desarrollo. Los resultados, entonces, también tardarán más: calculamos al menos un año y medio para saber exactamente qué especies de microorganismos recolectamos y cómo se comportan.

Nuestro principal objetivo es entender cómo estos microorganismos pueden sobrevivir y formar biopelículas en uno de los ambientes más extremos de la Tierra. Así también podríamos tener pistas importantes para identificar cómo se desarrolló la vida en nuestro planeta. 

Lo que me mueve es conocer qué existe ahí donde a simple vista no vemos nada. Casi siempre hay vida, en cada rincón, y estudiarla es urgente, pues el impacto del cambio climático podría alterar por completo el hábitat de muchos microorganismos y perderíamos para siempre la posibilidad de poder conocerlos y aprovechar el gran abanico de posibilidades que nos entrega su comportamiento. 

Para mí, Chile es un gran laboratorio natural. A poca distancia puedo encontrar montañas cubiertas de hielo, desiertos muy secos, aguas termales o mares profundos: el límite de la vida, en sus diversas formas, está acá.


Aparna Banerjee es doctora en botánica, especializada en microbiología, e investigadora de la Universidad Autónoma de Chile.


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