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Una golondrina no hace verano ni un temporal termina con la sequía: este 2023, aunque llovió mucho más que en los últimos inviernos de la década, no significó el fin de la crisis hídrica que vive el país. La megasequía, que lleva catorce largos años, aún sigue declarada.
Los embalses se vacían, los ríos se secan y las napas tienen un límite, pero el consumo humano e industrial no deja de crecer. ¿De dónde obtendremos agua para este futuro tan calamitoso que se avecina?
Para muchos la respuesta está en el océano, donde el agua no parece faltar sino todo lo contrario: cada año el nivel del mar aumenta y reduce las orillas de playa. El método para aprovechar ese superávit es la desalinización o desalación, el proceso con el cual se convierte la salada agua marina en una potable y disponible para distintos usos.
Parece de toda lógica que sea así. Ya que la tecnología lo permite, ¿por qué no abastecernos de la infinita agua del Pacífico y así dejar de preocuparnos de las lluvias, los glaciares y los deshielos?
Así lo hacen en España, por ejemplo, donde hay más de 700 plantas desaladoras y el 9% del agua potable proviene del mar Mediterráneo, una cifra que solo irá en aumento. En Chile, con muchos más kilómetros de costa, la cantidad es bastante menor.
Como aún no hay una política pública sobre desalinización, tampoco existe un catastro oficial de plantas que hagan estos procesos. De acuerdo a la Asociación Chilena de Desalinización (Acades), en el país existen 28 plantas desaladoras con capacidad de procesamiento mayor a los 20 litros por segundo. Trece están en la región de Antofagasta, cinco en Atacama, dos en Valparaíso, una en Biobío y otra en Magallanes.
Entre todas, hoy desalinizan unos 8.535 litros de agua por segundo. La mayoría para uso industrial —principalmente minería— pero también para consumo humano: en la ciudad de Antofagasta, sin ir más lejos, el 80% de la red de agua potable proviene del mar, como ha dicho Rafael Palacios, vicepresidente ejecutivo de Acades.
¿Cómo funciona la desalinización del agua?
Tratar el agua de mar para convertirla en dulce o potable no es solo sacarle la sal: se trata de quitarle además todos los elementos sólidos y orgánicos que puedan hacerla perjudicial para el uso o consumo humano.
Casi todas las plantas desalinizan mediante osmosis inversa, un proceso en el cual se bombea agua de mar y, después de filtrarla y ajustarle el pH, se traspasa bajo mucha presión por unas membranas que separan la sal y otros sólidos.
“Es un proceso más económico, que en Chile resulta muy útil porque se puede realizar con energía fotovoltaica —es decir, con paneles solares—, pero que no es tan eficiente”, explica Edgardo Cruces, biólogo marino, doctor en recursos naturales e investigador del Centro de Investigaciones Costeras de la Universidad de Atacama.
“El porcentaje de agua que efectivamente se desala está entre el 45 y el 50%. Es decir, de un litro de agua de mar, solamente 450 ml pasarán a ser agua dulce”, explica el académico. “El resto es salmuera, o agua concentrada de sal”.
Qué pasa con la sal
Como sucede con muchas invenciones humanas, cada solución también crea un problema. En este caso, ese problema es la salmuera, un residuo de agua con hasta tres veces la cantidad de sal que el agua de mar normal, que las plantas desaladoras devuelven al océano.
“En términos generales, la salinidad del mar es de 35 psu (unidad que mide la concentración de sal en un líquido), mientras que la del agua dulce es de 1 psu”, señala Cruces. La de la salmuera, en cambio, puede llegar fácilmente a 100 psu.
Un informe sobre desalinización del Comité Científico para el Cambio Climático, conformado por diversos investigadores, indica que “los impactos asociados al vertimiento de sales concentradas pueden generar, entre otros efectos, estrés osmótico en organismos, así como impactos negativos en el funcionamiento y estructura de las comunidades y ecosistemas marinos costeros”.
“Acá en Chile la ley permite descargas de salinidad de 58 psu”, dice el investigador de la U. de Atacama, una concentración que muchas especies no pueden tolerar correctamente. Con su grupo de trabajo han estado observando a un género de algas, las lessonias, que funcionan como monitores ecosistémicos: su salud es una gran indicadora de la salud del habitat.
“Los niveles de salinidad actuales de las salmueras son los que permite la ley, pero no son los adecuados para muchas de estas especies”, indica Cruces.
¿Todas las fichas a la desalinización?
Hay otras fuentes de agua para encarar la crisis hídrica. Está la recolección de aguas lluvia, la reutilización de aguas grises o servidas o la recolección de la niebla costera o camanchaca. Ninguna de ellas, eso sí, se acerca al volumen que son capaces de producir las plantas desaladoras.
“Objetivamente, la desalación es la tecnología más importante para permitir una disponibilidad de agua para la población y los procesos productivos en Chile”, asegura Cruces. “Pero la única forma en que puede ser sustentable en el tiempo, sin afectar los servicios ecosistémicos de la costa, es con una vinculación estrecha entre la industria desaladora y la academia”.
No lo dice por interés, sino porque actualmente no se está monitoreando con suficiente profundidad los efectos de la desalinización en los ecosistemas costeros. Y hoy, en Chile, nadie está mejor capacitado para hacerlo que las universidades y sus investigadores.
El vertimiento de salmuera, además, no solo tiene sal, sino que además algunos químicos que se ocupan para regular el pH del agua, para la limpieza de las membranas del sistema o para procesos de coagulación de la materia orgánica. “Estos contaminantes, más la alta concentración de sal, son lanzados de vuelta al océano”, dice el biólogo.
Pero la salmuera no es el único efecto indeseado de este proceso. Como aparece en el informe del comité científico, al capturar agua de mar también pueden ser succionados distintos organismos marinos como plancton, microalgas y otras especies pequeñas pero cruciales para la salud del ecosistema costero.
“Muchos organismos expulsan sus esporas y gametos a la columna de agua, y quienes pasan por procesos planctónicos aprovechan este momento para alimentarse o adquirir diferentes formas”, explica Cruces. “Hay algas que pueden estar dos horas en esta fase y otras dos semanas, hasta que se asientan. Si una planta desaladora está absorbiendo agua todo el día, todos los días, la diversidad de la columna de agua se verá afectada”.
Actividades cruciales para la zona, como la pesca y el turismo, dependen de la biodiversidad del sistema costero. “Si no ponemos un ojo en el efecto de las desaladoras, las consecuencias en términos sociales, y no solo ambientales, pueden ser muy potentes”.
Ese riesgo podría disiparse si la obtención del agua de mar para la desalinización se realiza desde zonas más profundas o alejadas de la costa, donde la vida marítima es menos abundante y delicada. “Este tipo de impacto no ocurre en el caso de que la toma sea de tipo subsuperficial”, como se lee en el informe del Comité Científico.
De todas formas, Cruces no es pesimista respecto a la desalinización: sabe que es y será un arma fundamental para combatir la crisis hídrica. Pero hay que optimizar los procesos para evitar sus daños colaterales.
“Hay muchas maneras”, dice. “Se pueden utilizar alarmas tempranas de altas concentraciones, por ejemplo, para que la empresa pueda disolver más la salmuera antes de verterla al mar. O usar estos desechos de salmuera para otro tipo de procesos, en la lógica de la economía circular: hay cultivos de microalgas que toleran altas concentraciones de sal y que podrían ser utilizados para producir compuestos médicos o nutricionales. Esa parte, sí o sí, implica una relación entre academia y empresa que aún no hemos podido alcanzar”.
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