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Cuando tenía cinco años, Jeremy Tregloan-Reed recibió de regalo una enciclopedia científica. Hoy le cuesta recordar el volcán que aparecía en la portada, pero sí conserva con nitidez la imagen de las últimas páginas, dedicadas al sistema solar. Aquel destello de curiosidad marcaría su vida para siempre. Hoy es astrónomo y académico de la Universidad de Atacama, y trabaja en una de las regiones con los cielos más despejados del planeta. Sin embargo, ese paisaje está siendo alterado por un fenómeno invisible a simple vista: la contaminación lumínica.
Durante la última década, la luz artificial se ha convertido en uno de los principales dolores de cabeza para la astronomía. Ya no se trata solo del resplandor de las ciudades. Hoy también son los satélites en órbita baja los que dificultan las observaciones con telescopios. Miles de ellos ya circulan sobre nuestras cabezas y miles más serán lanzados en los próximos años. El reflejo de luz que estos satélites generan interrumpe la captura de datos científicos, y, como explica Tregloan-Reed, este problema era impensado para generaciones anteriores.
Hoy, en cambio, podría transformar por completo la forma en que exploramos el universo.
Chile tiene un papel clave en este escenario. El desierto de Atacama es uno de los lugares más privilegiados del mundo para observar el cielo: su atmósfera estable, su clima seco y su elevada altitud ofrecen condiciones únicas. Pero esa ventaja está siendo erosionada por nuevas fuentes de luz desde la superficie, en especial por faenas mineras y proyectos industriales. Uno de los casos más polémicos es el proyecto INNA, que busca instalar una planta de hidrógeno verde cerca de observatorios internacionales.
El problema trasciende el ámbito científico. Un informe publicado en 2024 por el Observatorio Europeo Austral advierte que “la contaminación lumínica ha crecido considerablemente durante las últimas décadas, pero ha alcanzado una nueva intensidad desde 2019, cuando comenzó el despliegue de las primeras grandes constelaciones de satélites para ofrecer internet de banda ancha en todo el mundo”. Para Tregloan-Reed, proteger el cielo nocturno no es solo tarea de astrónomos: también es una responsabilidad ciudadana.
“Tenemos que salir de nuestras oficinas y hablar con la gente. Este cielo es algo que todos deberían poder disfrutar”, afirma.
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¿Qué es la contaminación lumínica?
Durante mucho tiempo, hablar de contaminación lumínica era referirse a la luz que proviene de la superficie: luminarias, estadios, industrias. Esa luz artificial ilumina el cielo nocturno y dificulta las observaciones astronómicas. Pero ahora hay un nuevo actor en escena: los miles de satélites que orbitan la Tierra y reflejan la luz solar, generando trazos que cruzan las imágenes capturadas por los telescopios.
Por eso, en el pasado, los observatorios se construían lejos de las ciudades. Y Chile era el lugar ideal, sobre todo el desierto de Atacama, con muy baja densidad poblacional. “Hace diez años, cuando los astrónomos hablaban de contaminación lumínica, hablaban de fuentes terrestres”, dice Tregloan-Reed. Pero con la llegada de proyectos como Starlink, la situación cambió. Los satélites en órbita baja vuelan mucho más cerca del planeta que otros que permanecen fijos sobre un mismo punto, como los satélites geoestacionarios. Esa proximidad los hace hasta 4.000 veces más brillantes. Y como cruzan todo el cielo, son visibles desde cualquier parte del mundo.

A diferencia de los antiguos destellos breves de los satélites Iridium, los satélites actuales reflejan tanto la luz de sus paneles solares como la de sus superficies. Esa combinación los vuelve visibles incluso a simple vista. “Técnicamente, sí es un problema”, reconoce Tregloan-Reed. Los astrónomos deben ahora considerar estos rastros luminosos en sus cálculos, lo que agrega una dificultad extra a un trabajo ya de por sí complejo.
La Unión Astronómica Internacional ha manifestado su preocupación por el impacto de esta contaminación sobre la astronomía profesional y amateur. Algunos observatorios ya han compartido imágenes donde los datos quedaron inutilizables. Jeremy advierte que, según estimaciones de la FCC en Estados Unidos y de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, podrían existir más de medio millón de satélites en órbita hacia 2035. La comunidad internacional discute posibles regulaciones, pero los avances son lentos.
Tregloan-Reed dice, además, que los gobiernos tienen un margen de acción muy limitado. “Chile no puede decirle a estas compañías: ‘No pueden volar sus satélites sobre nuestro territorio’. Lo que sí puede hacer es regular la luz que sale del suelo”. Y con la contaminación del cielo en aumento, reducir la contaminación lumínica terrestre es más urgente que nunca.
Minería, satélites y el proyecto INNA
El desierto de Atacama es uno de los mejores lugares del mundo para mirar el cielo. Tregloan-Reed recuerda su primera experiencia de observación en la zona, durante su investigación doctoral en 2010. “He visto el cielo en Reino Unido, en lugares oscuros, pero comparado con Atacama, no es nada. Aquí se ven estrellas de magnitud siete, el bulbo galáctico, las Nubes de Magallanes… simplemente es asombroso”.
Pero incluso esta zona remota está siendo afectada. Aunque no hay grandes ciudades en el norte, sí existen numerosas operaciones mineras que funcionan las 24 horas. Para garantizar la seguridad de los trabajadores, esas instalaciones utilizan focos de alta potencia que iluminan el entorno durante la noche. El aire seco y el polvo que levantan las máquinas pesadas agravan la situación. “La maquinaria genera mucho polvo, y eso dispersa la luz”, dice Tregloan-Reed. “Así que el efecto de la contaminación lumínica desde esas fuentes es aún peor, porque se esparce más”.

Este cambio es visible con el paso del tiempo. “He visto fotos tomadas desde Paranal en los años 90, en los 2000 y después. Se nota un resplandor amarillento cerca del horizonte, en dirección a Antofagasta o a las minas. Y ese resplandor ha ido creciendo”. Las imágenes muestran una pérdida progresiva de la oscuridad natural del cielo. Ahora, con el proyecto INNA en carpeta, podrían sumarse aún más polvo, luces y actividad industrial en zonas cercanas a los observatorios.
Aunque el hidrógeno verde es una alternativa relevante para la transición energética, su ubicación importa. “El hidrógeno verde es un proyecto fantástico”, dice Tregloan-Reed. “El problema es dónde lo quieren instalar”. El proyecto INNA contempla su construcción cerca de Paranal y del futuro Telescopio Extremadamente Grande (ELT). Para la comunidad científica, la solución es clara: trasladarlo. “Desde el punto de vista científico, la única forma es construir esta planta en otra zona del país”, advierte.
Tregloan-Reed aclara que Chile sí cuenta con legislación para controlar la contaminación lumínica. El punto, dice, es que otros países del hemisferio sur, como Australia y Sudáfrica, también ofrecen buenas condiciones para la astronomía. “Si se permite avanzar con proyectos como INNA, muchos observatorios internacionales se van a preguntar si vale la pena seguir invirtiendo en Chile”, afirma. “Si la cantidad de polvo y contaminación lumínica es tan alta como tememos, entonces el cielo nocturno del Atacama dejará de ser competitivo, y eso podría provocar un éxodo de instalaciones científicas y del talento que las acompaña”.
De una enciclopedia infantil a las Naciones Unidas
La fascinación de Jeremy Tregloan-Reed por el espacio comenzó con ese libro que le regalaron de niño. Con los años, esa pasión lo llevó a completar un máster de pregrado en Física, Astrofísica y Cosmología, y luego un doctorado en Astrofísica en la Universidad de Keele, en Reino Unido. Su interés se fue centrando en los exoplanetas —los que están fuera de nuestro sistema solar— y en lo que sus atmósferas pueden revelar sobre sus características.
En 2014 se integró al programa postdoctoral de la NASA en el centro Ames, en California. Allí investigó cómo ciertos gases, como el oxígeno, pueden aparecer en una atmósfera sin que eso implique la existencia de vida. “Puedes generar oxígeno en una atmósfera sin que haya vida presente”, explica. “Basta mirar la Tierra antes del gran evento de oxidación”. Su trabajo ayudó a poner en evidencia que los científicos deben buscar combinaciones de gases, no señales aisladas, al momento de identificar posibles biomarcadores.

Tregloan-Reed llegó a Chile en 2019, poco antes de la pandemia. Realizó un postdoctorado en la Universidad de Antofagasta y luego se integró a la Universidad de Atacama, donde continúa su investigación sobre exoplanetas y forma a estudiantes de doctorado. Pero no pasó mucho tiempo antes de que surgiera una nueva preocupación. “Justo antes de la pandemia, Starlink lanzó sus satélites. Apareció este tren de 60 luces cruzando el cielo, visible incluso desde las ciudades. La comunidad astronómica enloqueció”, recuerda.
Ese momento fue decisivo. Tregloan-Reed comenzó a registrar el impacto de los satélites desde tierra, recopilando datos para respaldar la necesidad de regulación. Hoy trabaja con el Comité de las Naciones Unidas para el Uso Pacífico del Espacio Exterior (COPUOS), que busca establecer normas internacionales para limitar el brillo de los satélites. “La única salida es la regulación internacional”, sostiene, aunque sabe que ese proceso puede tardar décadas. Mientras tanto, cree que países como Chile deben concentrarse en lo que sí pueden controlar: la contaminación lumínica desde la superficie.
También insiste en que la comunidad científica debe salir a explicar estos temas. “No se trata de quedarnos en la universidad, en nuestras oficinas. Tenemos que hablar con la gente, dar charlas, hacer divulgación. Mostrar este cielo. Hacer que la gente se entusiasme con él. Porque solo así, con conciencia ciudadana, se puede proteger lo que tenemos sobre nuestras cabezas”.