Fermentados: el remedio para prevenir enfermedades mentales podría estar en estos alimentos ancestrales

Los microorganismos en productos fermentados como el kéfir ayudarían a evitar cuadros depresivos e incluso el Alzheimer.

Ilustración: César Mejías.

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La teoría, hasta hace poco, se podía dar como unánime: fue el dominio del fuego y su posterior uso para cocinar alimentos, según los científicos, el que permitió al Homo sapiens desarrollar su gigantesco cerebro. Con el calor, las carnes y vegetales resultaban más nutritivos y sencillos de digerir, lo que habría reducido el tamaño del aparato digestivo y aumentado el de la masa encefálica.

Pero un estudio publicado a fines del año pasado, liderado por la neurocientífica evolutiva Katherine Bryant, de la universidad francesa de Aix-Marsella, concluyó que hay un eslabón alimentario perdido en esta historia: el de los alimentos fermentados, que habrían sido la clave de nuestros ancestros para achicar sus intestinos gruesos en un 74 por ciento y triplicar el porte del cerebro, todo esto en dos millones de años.  

“Se suma a otros trabajos recientes que dicen que el motor del crecimiento cerebral humano fue gracias al consumo de alimentos y granos fermentados”, dice Annete Trombert, doctora en biociencias y directora de Biotecnología en la Universidad Mayor

Trombert, especializada en el estudio de la microbiota, cuenta que conservar y consumir alimentos mediante técnicas de fermentación permite que ciertos productos crudos sean “predigeridos” por los microorganismos, como bacterias y levaduras, lo que aumenta la ganancia energética —pues toma menos trabajo intestinal— y entrega “toda una cantidad de nutrientes diferentes a los de alimentos frescos”.

¿Pero por qué la fermentación habría ocurrido antes que la cocina? La investigación de Bryant sugiere que los homínidos con menores capacidades cognitivas, debido a sus cerebros más pequeños, habrían tenido acceso a los alimentos fermentados mucho antes de desarrollar habilidades más complejas, como la caza de animales o cocinar sobre el fuego.

“Para fermentar externamente los alimentos no hacen falta grandes conocimientos”, escribe Bryant. “Nuestros antepasados pudieron haber guardado vegetales en un lugar seguro, como un hoyo o el hueco de una piedra, e intermitentemente la fueron comiendo mientras le añadían más”.

Menos arriesgado que perseguir mamuts, y no tan difícil como encender una fogata, dejar que fermenten frutas, verduras o leche resultó un camino más sencillo para incrementar la biodisponibilidad de macro y micronutrientes, al mismo tiempo que redujo el gasto de energía en la digestión y gatilló el desarrollo cerebral.   

“Ahí se estableció un eje de colaboración cerebro-intestino que es permanente hasta hoy”, señala Trombert. Es decir, que la salud mental estaría estrechamente relacionada con lo que pasa —o no pasa— en el intestino. Y ahí los fermentados podrían ser un gran remedio.   

Yogur para la depresión

Por mucho tiempo ignorados, y por otro tanto denostados, los microorganismos que forman parte del intestino, y que conforman la famosa microbiota intestinal, tienen un rol mucho más relevante en nuestro bienestar del que se sabía hasta hace poco

Cuando se descubrieron los microbios, durante el siglo XIX, fue para demostrar que estos diminutos seres podían causarnos enfermedades. Desde entonces, las bacterias ganaron fama de villanas, a pesar de que solo el 1 por ciento de ellas son patógenas. 

Luego se supo que cumplían un rol nutricional, puesto que participaban del proceso digestivo y ayudaban a mantener la salud intestinal. “Después se dieron cuenta de que además tenían un papel importante a nivel inmunitario”, agrega Trombert, ya que son nuestras bacterias las que nos defienden de las invasoras. Hasta que ahora, hace no tantos años, “estamos revelando su protagonismo en la salud neurológica”.

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El yogur de pajaritos, o kéfir, es uno de los alimentos fermentados por excelencia.

Debido a este eje cerebro-intestino, se ha observado que ciertos microorganismos de la microbiota intestinal “son capaces de sintetizar o metabolizar moléculas que inciden directamente en las funciones cerebrales”, explica la académica de la U. Mayor. 

El déficit o ausencia de estos microbios, como la bacteria Lactobacillus reuteri, “pueden influir en cuadros depresivos o de ansiedad”, o incluso en síndromes como el espectro autista, el Parkinson o el Alzheimer.

¿Y dónde abundan la L. reuteri y otras bacterias beneficiosas? En los prehistóricos alimentos fermentados, como el yogur de pajarito, el chucrut, la kombucha, el kimchi o la masa madre. 

Fermentados: un nuevo-viejo fármaco

Eso es lo que Annette Trombert y un grupo de investigadores comenzará a estudiar este año: qué clase de microorganismos actúan en estos productos e identificar cuáles son capaces de influir en la salud neurológica, para luego, eventualmente, poder “retrasar o prevenir la aparición de estas enfermedades mediante un suplemento alimenticio, que incluya la cantidad necesaria de microbios, o mejor aún, generar un alimento funcional”.

Van a comenzar su investigación con el kéfir, que es como se conoce globalmente al tradicional yogur de pajarito, ese producto lácteo que se ha fermentado en las casas chilenas durante generaciones. “Hay bastante base científica que apoya el efecto beneficioso del kéfir, a nivel de la salud general, pero también de la salud neurológica”.

El desafío es que no son solo un par de bacterias las que están presentes en estos alimentos, sino que muchas especies de ellas, además de hongos y levaduras. “Juntos forman un consorcio multimicrobiano —como los gránulos del kéfir o el scoby de la kombucha—, donde viven y crecen en simbiosis. Es en esta armonía donde sus interacciones pueden generarnos beneficios”.

La misión es aislar y determinar cuáles y cuántos de estos microorganismos son los que influyen en la prevención de estas enfermedades, pero también cómo es su comportamiento en la población chilena.

“Si buscas artículos de kéfir y neuroprotección, por ejemplo, cada uno te muestra una cosa distinta a la otra, porque depende mucho del tamaño muestral, del tipo de kéfir con el que trabajan y también de la población a la que afecta”, dice Trombert. “Nosotros queremos hacerlo con personas chilenas y con nuestro kéfir, pues los microorganismos están muy relacionados con el individuo que los consume, con su cultura y alimentación. 

“Si agarro un paper de Dinamarca”, agrega, “y saco su receta de kéfir con efectos neuroprotectores, no necesariamente nos va a funcionar a nosotros como población latina. Lo nuestro es más localista, porque el objetivo es aplicarla acá. Es hacia donde va la medicina personalizada”.

Aunque la intención de esta investigación parece específica, el objetivo en realidad es amplio y ambicioso. “El día de mañana, siguiendo este camino, podemos llegar a tratar, prevenir o disminuir la incidencia de enfermedades mentales o neurológicas mediante la dieta. Y eso es increíble, porque el costo de que una persona module su alimentación y mejore su calidad de vida, versus comprar y depender de un fármaco carísimo de manera crónica, es realmente abismal”.

Y la respuesta siempre estuvo ahí: en los humildes alimentos fermentados que los humanos comían antes de ser humanos.