Agranda texto:
Ojos que no ven, corazón que no siente, dice el refrán. ¿Cómo, entonces, podemos conocer y mucho menos valorar algo que no podemos ver, como los microbios que viven en nuestro cuerpo?
Si una de cada tres personas en Chile no confía en sus vecinos ni tampoco los ha visitado, a pesar de que los ven todos los días, difícil será que pueda valorar a seres microscópicos, hongos y bacterias que además de invisibles tienen muy mala fama.
Pero para nuestra salud y también la de nuestro entorno, incluyendo a los desconfiados vecinos, es fundamental tener conciencia de que no seríamos humanos sin la inmensa comunidad de microorganismos que habitan en distintas zonas del cuerpo.
Si bien ellos dependen de nosotros, pues somos su hábitat, lo cierto es que nosotros dependemos aún más de su presencia: cada año aparecen docenas de nuevas investigaciones que revelan el imprescindible papel que juegan los microbios en algunas funciones biológicas básicas, como la digestión, la inmunidad e incluso la salud mental.
Su ausencia o debilitamiento es un grave peligro. Si disminuye la diversidad de la microbiota —que es como se denomina a la comunidad de miles de especies microbianas (como bacterias, hongos, protistas o virus) que habitan de forma simbiótica en nosotros—, aumentan todo tipo de complicaciones, desde mayor riesgo a contraer enfermedades contagiosas hasta provocar infecciones crónicas.
“Es tan profundo el efecto que tienen los microorganismos sobre nosotros que hasta pueden intervenir nuestro ánimo”, dice Juan Pablo Cárdenas, doctor en biotecnología y profesor asistente del Centro de Genómica y Bioinformática de la Universidad Mayor. Especializado en estudiar los patrones evolutivos de estos seres, a través del microscopio ha logrado conocerlos bastante bien, tanto que ya puede concluir una cosa: “estos microbios, tanto los que nos hacen bien como los que nos hacen mal, han coevolucionado con nosotros”.
¿Por qué deberíamos conocer mejor a los microorganismos que viven con nosotros?
Porque la relación que hay entre microbio y hospedero, en este caso los humanos, es de millones de años. La mayoría de ellos se ha adaptado para convivir con nosotros sin causarnos daño. En el mejor de los casos, incluso para darnos algo bueno a cambio. Hay muchos microorganismos que literalmente nos hacen muy bien.
¿Como cuáles?
Se ha demostrado que bacterias del género Bifidobacterium, que son residentes naturales de la microbiota intestinal, tienen un importante rol antiinflamatorio. Es decir, ayudan a controlar o moderar la respuesta inflamatoria del sistema inmune —en casos de infección, por ejemplo— para que esta no se prolongue ni se exacerbe, y así evitar que tenga un impacto negativo en la salud. Hay otros dos géneros —Faecalibacterium y Akkermansia—, también habitantes naturales del intestino, que contienen una serie de metabolitos y proteínas que interactúan con nosotros y nos ayudan a mantener un estándar sano en el funcionamiento intestinal. De hecho, son las primeras que descienden su población cuando aparecen enfermedades como la obesidad o la diabetes tipo 2.
También se está investigando la relación de la microbiota con los estados depresivos o la prevalencia de ciertas patologías de salud mental.
Últimamente se está hablando mucho de los psicobióticos, es decir, de bacterias vivas o probióticos que ayudan directamente a la salud mental. Hay muchas pistas, cosas impresionantes que se han visto recientemente, tanto en animales como en humanos, con microorganismos que producen neurotransmisores y que viajan desde el intestino hasta el cerebro a través del nervio vago. Existen estudios de población que evidencian que la diversidad de la microbiota intestinal afecta a las probabilidades de tener depresión o ansiedad: la presencia de cepas de géneros como Lactobacillus, Lactococcus, Bifidobacterium o Streptococcus ayudan a reducir estos problemas.
O sea, pueden transformarse en fármacos vivos y naturales.
Así es. Actualmente hay mucho trabajo al respecto. Se está haciendo un fuerte esfuerzo, tanto en la academia como en la industria, para llegar a un punto en el que, administrando el microbio correcto, se pueda intervenir la microbiota para mejorar ese tipo de condiciones, como la depresión.
Microbios, amigos
Entonces, ¿por qué hemos considerado culturalmente a las bacterias como enemigas durante tanto tiempo?
Muy temprano en la historia de la microbiología, a fines del siglo XIX, los grandes hallazgos de Koch o Pasteur, que fueron realmente revolucionarios, demostraron que los microorganismos pueden causar enfermedades sobre nosotros. Antiguamente, solo hace unos 150 años atrás, la esperanza de vida era muy baja debido a la mortalidad de estas infecciones bacterianas o virales. Pero cuando Fleming descubrió la penicilina, el primer antibiótico de uso clínico, 1928, llevó a una revolución: enfermedades como la gonorrea, que siempre fueron complicadas, ahora tenían cura. Patologías microbianas, que causaban miles y miles de muertos, podían dejar de ser graves.
Lo primero que supimos de ellas fue su lado malo, no el bueno.
Claro, aunque las patógenas representan menos del 1% de las especies bacterianas. Pero esta idea de que las bacterias en sí son dañinas, sumado al amplio uso de antibióticos —una guerra que comenzó con la penicilina y no ha parado hasta el día de hoy—, desembocó en una consecuencia inesperada: que algunas de ellas, con el tiempo, desarrollaran la capacidad de combatir estos fármacos y generar resistencia. De hecho, la resistencia antibiótica es una preocupación mundial súper grande: para la Organización Mundial de la Salud es una de las tres principales amenazas para la salud mundial en el siglo XXI.
Estas súper bacterias, por decirlo así, podrían causar más muertes para el 2050 que el cáncer y los accidentes de tránsito juntos, según algunos informes. ¿Qué pasa con las bacterias buenas en este escenario?
Las bacterias buenas, como las que trabajan en el intestino, ayudándonos a digerir los alimentos e incluso combatiendo a las bacterias patógenas, sufren cuando uno consume antibióticos y la flora bacteriana queda muy debilitada. En escenarios más delicados, como cuando se suministran antibióticos por vía intravenosa, microbiotas de otras partes del cuerpo, además de donde se ubica el patógeno que quieren matar, también se ven afectadas. Para eso, hay algunas estrategias para que el efecto no sea tan duro: tomar probióticos o consumir cierto tipo de fibras, llamadas prebióticos, como las frutas, verduras y granos integrales.
Desde hace un tiempo, para referirse al estilo de vida occidental, con muy poco contacto con la naturaleza, encerrados en burbujas demasiado esterilizadas, se habla de la teoría de la higiene. ¿Esto afecta al sano desarrollo de nuestras microbiotas?
Una hipótesis dice que entre más nos exponemos a cosas foráneas, es decir, ajenas a nuestro organismo, mejor entrenamos al sistema inmunológico. Eso se ve en las composiciones diferenciales de la microbiota intestinal o cutánea de personas que han vivido siempre en entornos rurales, con mayor contacto a distintos organismos, versus aquellas que han vivido siempre en zonas urbanas, más aislados de plantas y animales. Se ha demostrado, por ejemplo, que las sociedades altamente urbanizadas tienen una mayor preponderancia para producir dermatitis atópica: eso tiene que ver con lo poco «desafiados» que se ven nuestros sistemas inmunes.
O sea que desinfectar los ambientes y matar el 99,9% de las bacterias solo nos hace más débiles frente a ellas.
Sí. La baja diversidad microbiana podría explicar ciertas alergias, problemas autoinmunes y también déficit hormonales. Donde hay más evidencia es en la dieta: nuestra alimentación industrializada u occidental es bastante repetitiva. En Chile, por ejemplo, abusamos de las harinas blancas refinadas, principalmente en el pan, y esa monotonía puede llevar a que una microbiota pierda diversidad.
¿Cuál sería una buena estrategia para recuperar esa riqueza microbiana?
Hay dos, principalmente. Una dieta más rica en fibra, con mayor contenido de verduras y de fruta, de legumbres y de carnes magras y blancas, como el pescado, es una buena opción para mantener la microbiota en buen estado. Los microorganismos se alimentan principalmente de fibra, entonces su efecto es súper potente y bastante inmediato. La otra es recurrir directamente a los probióticos: hay suficiente documentación de su efecto positivo para la digestión y el sistema inmune.
Eso incluye, entonces, reducir los alimentos ultraprocesados —que tienen demasiados ingredientes químicos— y el azúcar refinada.
Al comer muchos ultraprocesados, lo que haces es crearle una monotonía a la microbiota, por lo que disminuye mucho su diversidad. Aquellas bacterias que están asociadas a funciones positivas, como las que compiten contra los patógenos, también bajan considerablemente su población con una dieta alta en comida procesada, harinas refinadas o azúcares libres.
¿Y tener una relación más directa con la naturaleza, las plantas y la tierra? ¿Salir más nos puede ayudar a mejorar esa diversidad?
Es recomendable que los niños, en su primera edad, antes de su pubertad, tengan un mayor encuentro con estos agentes externos. Mientras esté seguro, y no manifieste ningún efecto negativo, es recomendable que se exponga a la tierra, a la vegetación, a los animales. Hay investigaciones muy evidentes sobre cómo la presencia de una mascota tiene beneficios en la microbiota cutánea.