Agranda texto:
El mundo occidental lleva más de trescientos años obsesionado con el pasto. Desde que el francés André Le Notre, diseñador de jardines de Luis XIV, desarrollara en el palacio de Versalles un césped de verde tan absoluto como el poder de su rey, los prados cortos, extensos y esmeraldas se volvieron un símbolo de estatus global. Primero entre la aristocracia europea, luego para la clase media norteamericana y, desde ahí, para casi cualquier persona del planeta que aspirara a un reconocimiento social.
Ya sea un antejardín de hierba milimétrica y homogénea, una plaza con buen riego o un gran campo de golf, tener y mantener un pasto verde es una inequívoca señal de poder: sobre la naturaleza, al imponerle una especie introducida y frágil; financiero, al invertir dinero en un espacio improductivo y solo estético; y temporal, al dedicar preciadas horas a hacer crecer una planta con el objetivo de cortarla.
Un fenómeno cultural que en pocas décadas invadió los paisajes y cambió ecosistemas completos. Solo en Estados Unidos el pasto ocupa más de 16 millones de hectáreas, según un informe de la NASA, algo así como el 2% de toda la superficie continental del país. Eso lo convierte en el principal cultivo de esa nación, superando al maíz, el trigo y la soya juntos.
Un reportaje del año pasado en el Washington Post acusaba como “absurdo” que, en plena crisis hídrica, aún se dedicaran más de 40 mil millones de litros de agua al día para regar “jardines ornamentales” que no alimentan a nadie. Más aún si las máquinas que lo podan son responsables del 5% de la contaminación atmosférica en esa nación. ¿Será que tener un agradable y hermoso patio con pasto es un lujo que no nos podemos permitir más?
“Definitivamente”, responde Fernando Alfaro, doctor en ecología y director del Centro GEMA de la Universidad Mayor. “La era del pasto ya se acabó y ahora debemos entrar a una mucho más funcional. Pero para eso tenemos que cambiar nuestros estándares estéticos”.
La hegemonía del pasto verde
La salud de un ecosistema muchas veces se mide por su biodiversidad: entre más especies diferentes cohabiten en un espacio, más saludable será. Pero en esos términos, un terreno con un pasto bien cortado está casi muerto. Así lo definió Dave Goulson, académico de biología de la universidad británica de Sussex en un reportaje para The Economist: “es un ambiente donde apenas hay vida”, dijo.
Sebastián Abades, también investigador de GEMA y doctor en ciencias biológicas, es menos drástico para el diagnóstico: “si bien no está literalmente muerto, porque un jardín de pasto alberga organismos que tienen algún valor, sí son muy empobrecidos”, señala.
“Un metro cuadrado del Amazonas tiene muchísima más riqueza biológica que toda una hectárea de pasto”, agrega Alfaro, lo que habla tanto de la riqueza de esta selva sudamericana como de la pobreza que genera un césped de apariencia perfecta.
Es que para cultivar un pasto fotogénico hay que ser tan totalitario como un emperador francés: usar herbicidas para matar malezas, pesticidas para combatir los bichos y fertilizantes para nutrir la tierra, mientras se riega con abundancia y regularidad para que crezca unos centímetros. ¿Lo paradójico? Ese tremendo esfuerzo para después pasarle una máquina el sábado en la mañana y cortar todo lo que creció.
“El problema del pasto no es solo el agua y el uso del suelo: esos químicos necesarios para su crecimiento contaminan napas, cauces de ríos, lagos y lagunas”, explica Abades. A pesar de exigir este comportamiento psicopático y bastante tóxico, el césped ha logrado ocupar entre el 70 y el 76% de las áreas verdes de las ciudades occidentales, de acuerdo a la investigadora rusa Maria Ignatieva, especialista en ecología urbana. Una hegemonía que últimamente, y cada vez más, se enfrenta con bastante oposición.
“Hoy nos damos cuenta que ese tipo de estética no nos hace sentido”, dice Abades. Una forma de resistirse a ella es cambiando el pasto por especies nativas o de bajo consumo de agua, “que van a resistir mejor a los embates de este clima impredecible”.
Pero otra alternativa, si ya se cuenta con pasto, es simplemente dejarlo crecer. O dicho de otra manera: no hacer nada para que la naturaleza haga lo suyo.
Que crezca
Eric Lenoir es un jardinero francés pero no como el de Luis XIV: escribió en 2018 el libro Petit traité du jardin punk (Pequeño tratado del jardín punk), donde demuestra que dejar de cortar el pasto, y permitir que con él también crezcan malezas y otras especies, es una respuesta urbana a los problemas ecológicos.
¿Cómo sucede esto? Al crecer unos centímetros más que la norma estética, el pasto se vuelve capaz de retener mejor la humedad ambiental y del suelo. El primer resultado, por supuesto, es que necesitaremos regarlo con menos frecuencia y reduciremos el gasto de agua. El segundo es que tendremos más tiempo libre los fines de semana y gastaremos menos en máquinas, electricidad o combustible.
Pero lo más importante es que ese crecimiento también es una invitación para una gran cantidad de insectos y microorganismos, que ven en estas condiciones más amables y diversas un buen lugar para vivir.
“Con un pasto más alto”, apunta Abades, “el suelo no queda tan expuesto a la temperatura externa ni a la radiación solar, mejorando la estabilidad, y estarás triplicando la relación entre superficie y sustrato, lo que ayudará que se genere un pequeño microcosmos donde pueden aparecer especies benéficas, como organismos bacterianos u hongos”.
Todo eso lo demostró Plantlife, una fundación ecológica británica que lanzó el 2018 una campaña para no cortar el pasto en el último mes de la primavera, con el objetivo de que las malezas pudieran florecer y proveer de más polen a los insectos. Quienes participaron en ella el último año descubrieron en sus patios más de 250 especies diferentes de flores que no conocían, avistaron más abejas y abejorros, y también se multiplicó el canto de los pájaros.
“Conviene relajarse y dejar que el sistema se autoorganice y busque su mejor forma de evolucionar”, aconseja el doctor en ciencias biológicas. “Que encuentre el ensamble de especies más propicio para las condiciones de agua, temperatura y nutrientes que se están otorgando. Si uno toma una postura más de contemplación y menos de obsesión sobre el jardín, sin hacer casi ningún esfuerzo hará una contribución fuerte para el bienestar propio y del entorno: se promueve el naturalismo y descubrirás que otras especies pueden existir en el espacio que habitas”.
“La naturaleza tiene memoria”, concluye Alfaro. “Si por un tiempo dejas tu terreno sin perturbar ni alterar, solo regándolo de vez en cuando, este comenzará a recuperar las condiciones que tenía antes de la urbanización, mucho más resiliente al cambio climático”.
Si dejas de cortarlo, a lo mejor el pasto de tu vecino efectivamente estará más verde. Pero el tuyo se verá más colorido, con mucha más vida y de seguro te hará sentir bastante mejor.
¿Te interesa la ecología, la ciencia y la innovación? Suscríbete a nuestro newsletter para recibir más historias con soluciones para este mundo complejo en tu correo.