Esto es lo que ocurre en tu cuerpo cuando te enamoras

Cuando aparece el amor, en el cerebro se abre una represa hormonal que inunda el cuerpo.

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Esto pasa en tu cerebro cuando te enamoras

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Uno no siempre sabe cuándo está enamorado pero el cuerpo sí: los obstáculos que nos ponemos para definir o declarar nuestro amor por otra persona son más bien culturales o sociales, incluso económicos, pero en ningún caso fisiológicos; el amor es como el hambre o la sed, un impulso biológico primario que simplemente se tiene o no se tiene.

Cuando dudamos respecto a lo que sentimos por nuestras parejas —o por esa colega que nos obsesiona o ese vecino que nos derrite con su mirada— en realidad sospechamos de la conveniencia de aquellos sentimientos. ¿Realmente quiero decirle que la amo si apenas llevamos dos meses saliendo? ¿Valdrá la pena seducir al guapo del departamento 508 (y que parece tan feliz casado)? ¿Qué dirán en la oficina si me meto con la nueva ejecutiva? 

Esas preguntas racionales reflejan la complejidad del amor moderno, lleno de códigos y consecuencias, pero el fenómeno químico en nuestro organismo es básicamente el mismo que ocurría hace cien, doscientos e incluso mil años: cuando conocemos a alguien que calza con nuestros intereses —conscientes e inconscientes, físicos o intelectuales—, en el cerebro se nos abre una represa hormonal que inunda todo el cuerpo. Aunque nos hace sentir únicos, como protagonistas de una vibrante película nominada a todos los premios, lo cierto es que le ocurre igual a casi todo el mundo.

Las tres fases químicas del amor en el cuerpo

En el planeta no hay una investigadora del amor más conocida y reconocida que la estadounidense Helen Fisher. Académica de la Universidad de Rutgers, neurocientífica y antropóloga, ha dedicado su carrera a dilucidar qué es lo que nos ocurre biológicamente cuando nos enamoramos.

Después de décadas de investigaciones, que incluyen escáneres cerebrales y entrevistas psicológicas a miles de personas, además de test y encuestas que han respondido millones en todo el mundo, Fisher encontró que hay tres circuitos cerebrales distintos que se encienden cuando aparece el amor.

El primero, y también el más primitivo, es el impulso sexual indiscriminado, ese deseo físico que nos atrae a ciertas personas. Cuando alguien despierta esos instintos en nosotros, el hipotálamo, una pequeña región en la base del cerebro que pesa apenas 6 gramos, estimula la producción de estrógenos y testosterona, las hormonas sexuales elaboradas por los genitales.

Por lo general, el estrógeno abunda en las mujeres y la testosterona en los hombres, pero ambas hormonas existen en los dos sexos y juegan un rol importante en esta fase del cortejo, cuando la excitación nos invade.

Aunque para mucha gente no puede haber amor sin deseo sexual, la lujuria por sí sola no alcanza para enamorarse. Aquí es cuando aparece el enamoramiento o amor romántico, un segundo circuito que se puede activar antes o después del deseo físico, pero que se caracteriza por ser selectivo y específico: mientras podemos sentir deseo por varias personas al mismo tiempo, según los estudios de Fisher solo somos capaces de enamorarnos de una persona a la vez.

La culpable de eso es la dopamina, una hormona producida en el área tegmental ventral y otras zonas del cerebro medio y que se libera con estímulos que nos dan placer. Cuando comemos chocolate, por ejemplo, el cerebro nos agradece con dopamina, que también se secreta al realizar actividades excitantes o novedosas, como salir de viaje, hacer deporte o ir a una fiesta. 

Es la principal hormona de la recompensa, y por eso también se asoma en grandes cantidades cuando nos sometemos a productos adictivos, como los juegos de azar, las apuestas, las drogas… y el amor. 

Como lo han demostrado varios trabajos, la liberación de dopamina en las personas que se reconocen enamoradas genera esta dependencia y obsesión hacia el objeto de su amor, una especie de adicción al otro. En esta fase también se sueltan altos niveles de norepinefrina, también conocida como noradrenalina, hormona del estrés que acelera el ritmo cardíaco y la tensión arterial. Esto nos hace sentir eufóricos e impulsivos, con menos sueño y apetito, como si estuviéramos en una situación de vida o muerte. ¿Es que acaso no es eso el amor?

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El amor tiene tres fases químicas, protagonizadas por distinas hormonas y neurotransmisores que invaden nuestro cuerpo.

Fisher comprobó que cuando este segundo circuito se enciende, las regiones cerebrales frontales, donde ocurre la planificación y las tomas de decisiones racionales, tienden a desactivarse, por lo que exageramos las virtudes de nuestro ser amado e ignoramos sus sombras. Una deformación perceptiva que transforma al otro en ser único y especial.

Mientras suben la dopamina y la noradrenalina, baja la serotonina, un neurotransmisor que se sintetiza tanto en el intestino como en el cerebro y que es fundamental en la regulación de la conducta y los estados de ánimo. Sería algo así como un moderador, ya que es fundamentalmente inhibitoria: nos ayuda a relajarnos, a no obsesionarnos ni llegar a los extremos, algo que por supuesto atenta contra el amor.

Donatella Marazziti, profesora de psiquiatría de la Universidad de Pisa, midió los niveles de serotonina en la sangre de 24 personas enamoradas, que según ellas pasaban al menos cuatro horas diarias pensando en sus amores. Marazziti comparó los resultados con los de un grupo de pacientes con trastorno obsesivo-compulsivo, y con los de otro grupo que no sufría ni de TOC del amor. 

Los niveles de serotonina, tanto de los obsesivos como de los enamorados, resultaron ser un 40% menores que los de las personas normales. O sea, que químicamente el amor y el TOC comparten el mismo perfil. 

Por eso es que, más temprano que tarde —en promedio a los 17 meses, según Helen Fisher—, esa intensidad se apaga: el enamoramiento y sus disparatados niveles hormonales no son compatibles con la vida adulta. El cerebro, entonces, vuelve a regular los neurotransmisores. Si la persona que amabas ya no está contigo, entonces la comienzas a dejar atrás. ¿Pero qué pasa si le hiciste caso a la dopamina y ahora vives y duermes con ella?

El fenómeno del apego

Algo así como el 97% de las especies de mamíferos no se emparejan para reproducirse: casi todos se aparean y luego separan caminos (una forma elegante de decir que el macho simplemente deja a la hembra y las crías a su suerte).

Pero en ese tres por ciento restante, además de los seres humanos, se ubican los topillos de la pradera (Microtus ochrogaster), un roedor que habita en Norteamérica, socialmente monógamo —el 80% ni siquiera cambia de pareja al enviudar— y cuyas tareas de crianza son compartidas entre macho y hembra.

Todo lo contrario a los topillos de la montaña (Microtus montanus), especie emparentada a los de la pradera pero en versión individualista, con machos ausentes y hembras que dejan a sus hijos a las dos semanas en busca de otra pareja.

Lo que diferencia a unos topillos de otros está en un solo gen, como descubrió el neurocientífico Larry Young, de la Universidad de Emory, en Atlanta. Es el gen avpr1a, que fabrica receptores de vasopresina, una hormona también conocida como antidiurética —porque interviene en la retención de líquidos—, pero que también influye en la conducta. 

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La vasopresina y la oxitocina parecen ser claves para generar vínculos de largo plazo.

En el caso de los topillos de la pradera, su versión activa de este gen los lleva a ser más fieles y cariñosos. Algo parecido ocurre en los humanos: la vasopresina, además de estar relacionada con mayores niveles de altruismo y generosidad, también favorece conductas de apego y compromiso.

La serotonina, que estaba baja en pleno enamoramiento —para fomentar la pasión y la intensidad—, comienza a subir a medida que la relación se consolida, entregando sensaciones más estables de satisfacción, bienestar y autoestima. Después de un año y medio de pololeo quizá haya menos excitación en nuestra vida, pero probablemente nos sentiremos más seguros, confiados y realizados en ella.

Aquí también aparece la oxitocina, conocida como la hormona del amor, justamente porque ayuda a fortalecer los vínculos. Muchas veces se libera después del sexo —cuando es bueno— pero también con el contacto físico significativo: tomarse de la mano, hacerse cariño o dormir juntos abre la llave de esta hormona, que aumenta la confianza y la entrega a los demás.

De hecho, si una topilla de la pradera recibe una dosis de oxitocina, se siente inmediatamente vinculada al macho más cercano y de forma duradera. Con los humanos también ocurre: investigadores suizos demostraron que tras inhalar un aerosol de oxitocina, los sujetos confiaban más en los extraños y, por ejemplo, eran capaces de prestarles más dinero.

“Biológicamente”, ha dicho Helen Fisher, “estamos hechos para enamorarnos”. Es lo mejor que nos puede pasar en la vida; también es lo peor. Nos vuelve estúpidos, nos hace felices, nos vuelve celosos y también generosos. Pero detrás del amor no hay magias, hechizos ni almas gemelas: solo un montón de caprichosas hormonas ansiosas por salir.