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No podemos vivir sin la minería. No hablo solo de la Región de Atacama, en la cual vivo, ni tampoco de Chile, que depende económicamente de la extracción de estos elementos: me refiero a que la humanidad completa no puede concebirse sin los minerales que sacamos de la tierra.
A veces olvidamos su omnipresencia: son esenciales para el funcionamiento del teléfono o computador desde el cual lees esta columna —y de casi cualquier aparato hoy en día—, para transmitir la energía de la que dependen nuestras sociedades, para construir el tenedor con el cual almorzaste, la casa en la que dormiste anoche o el vehículo en el que te transportaste esta mañana.
Gran parte de la historia del ser humano, de hecho, se divide según los minerales que supo dominar en su momento: las edades de piedra, de cobre, de bronce y de hierro se llaman así por la relevancia de esos materiales en la evolución del Homo sapiens.
Pero la explotación minera, imprescindible para la innovación y desarrollo científico-tecnológico, lamentablemente ha ido siempre de la mano con un terrible impacto medioambiental.
Desde las geografías y hábitats que los yacimientos modifican por completo hasta la inmensa contaminación producida por las faenas, la minería no ha sido ni es una industria inocua: el 2021, por ejemplo, por cada tonelada de cobre fino producida en Chile se emitieron tres toneladas de gases de efecto invernadero.
Es utópico pensar en una minería sin impacto: extraer minerales siempre lo tendrá, partiendo por los caminos que se construyen para que lleguen las personas y las maquinarias, hasta la inevitable intervención del paisaje.
Pero sí podemos trabajar por una minería sostenible, donde cambiemos los viejos hábitos, que arrasaban con todo y que no pensaban en el futuro, por uno más responsables, en los que buscamos minimizar los efectos negativos sobre el medio ambiente y las comunidades.
Uno de los frentes que se puede atacar es el de los residuos. Como se sabe, la minería produce una gran cantidad de desechos —para 2026 se estima que Chile producirá 915 millones de toneladas de relaves—, pero muchos de ellos podrían reducirse con un diseño operacional más eficiente, o bien reutilizarse.
Eso es lo que estamos investigando en la Universidad de Atacama: cómo reutilizar las soluciones ácidas que generan las fundiciones de cobre. Normalmente, las empresas neutralizan este residuo, y generan un pasivo ambiental que lentamente se va acumulando. Pero en vez de desecharlas, hemos estudiado las formas de revalorizar estas soluciones y darles otro ciclo de vida, ya sea en la misma industria minera o en otras.
Además de recuperar el agua, es posible rescatar el cobre y otros elementos valiosos que quedan en estas soluciones, por ejemplo mediante un proceso de lixiviación. El objetivo principal es evitar el proceso de desecho y promover la circularidad en una industria que históricamente no lo ha sido.
Es difícil pensar que empresas mineras que llevan muchas décadas haciendo las cosas de forma tradicional —es decir, extrayendo, produciendo y contaminando—, de pronto se vuelvan circulares y puedan hacerse cargo de todos sus residuos.
Pero desde la academia, formando a nuevos profesionales con una mentalidad sustentable, a la vez que generamos una investigación científica innovadora y capaz de mejorar los procesos industriales, podemos presionar para que esos cambios ocurran más rápido.
El cambio climático ya está aquí y no tenemos mucho tiempo. Pero si la industria minera es capaz de escuchar a la ciencia, soy optimista y tengo la esperanza de que avanzaremos hacia una minería sustentable.
Rossana Sepúlveda es Doctora en Ciencias de la Ingeniería, académica del Departamento de Metalurgia y Directora de postgrado de la Universidad de Atacama.
