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En Lluta, el más nortino de los valles agrícolas de Chile, se contaba la historia de un tomate delicioso, rojo como un corazón, tan rico que la gente lo comía igual que una fruta, a mascadas con apenas algo de sal. La gente de Arica, lo conocía como “poncho negro” pues en su maduración, mientras aún seguía en la rama, le aparecían unas marcas oscuras, parecidas a las de una manta o poncho.
Un tomate que resistía en la memoria ariqueña y de otras ciudades del norte, pero ya no en las ferias ni los campos: los agricultores lluteños, ante la competencia de la variedad larga vida —más rápida en el crecimiento y duradera—, lo dejaron de producir. Y su semilla no estaba por ninguna parte.
Cuando volví de mi doctorado en el País Vasco, el 2016, me propuse rescatar al tomate poncho negro. No podía ser que un tomate nuestro, mucho más sabroso, nutritivo y resiliente, el único capaz de crecer en los complejos suelos y agua de riego de Lluta, altos en boro y salinidad, se perdiera ante una insípida versión comercial.
Lo buscamos durante más de un año junto a varios colegas, por todo el valle, pero en cada campo nos decían que estaba desaparecido. Así como había llegado, probablemente con el tren Arica-La Paz proveniente del valle boliviano de Cochabamba, se había ido. Un día, a comienzos del siglo XX, alguien plantó su semilla, que se adaptó a esta tierra difícil, y empezó a crecer; casi cien años después, alguien lo dejó de cultivar y nadie lo volvió a ver.
Cuando estábamos a punto de rendirnos, supimos que el papá de Sergio Velásquez, funcionario de la Universidad de Tarapacá (Arica), tenía unas semillas guardadas en una vieja botella. Afuera había escrito: Poncho Negro.
Junto a los estudiantes de agronomía, hicimos tesis de pregrado para ver la viabilidad de esas semillas, pues llevaban guardadas más de siete años. Milagrosamente, casi un 90 por ciento de ellas germinaron, así que empezamos a producirlo y reproducirlo, a estudiarlo y poder recuperarlo.
Nuestra idea, además de rescatarlo, siempre fue que el tomate poncho negro resultara viable para los agricultores, como una nueva alternativa productiva. Mientras estuvo perdido, Arica se transformó en el principal centro de producción de tomate invernal de Chile, con cultivos muy exigentes y tecnologizados. Si queríamos que el poncho negro sobreviviera, debíamos entregarles un producto atractivo comercialmente y con la tecnología similar al valle de Azapa.
Inicialmente, nos decían que era un tomate muy grande, con una planta demasiado frondosa, tallo muy grueso y mucho follaje. Que crecía muy abajo, lo que complicaba la producción. Pero nuestros agrónomos, Yeny Angel, Wladimir Esteban y Richard Bustos consiguieron trabajar el poncho negro, levantarlo y convertirlo en un tomate moderno y mejorado.
Nuestro orgullo, como ariqueños, fue recuperar el germoplasma de una especie típica de la zona y devolverle a Lluta un fruto que es fiel reflejo de su cultura: tal como su gente, el tomate poncho negro es resiliente, crece ante la adversidad y no se queja de las condiciones extremas; al contrario, así es como mejor se expresa, lleno de color y sabor.
Según estudios que hemos realizado, comparándolo con tomates comerciales, el poncho negro tiene hasta cuatro veces más licopeno, un antioxidante que ayuda a reducir el riesgo de ciertos cánceres —como el de próstata o el de pulmón— y también a disminuir el colesterol, a regular la presión arterial y a bajar el riesgo a contraer enfermedades cardiovasculares.
Como es capaz de crecer en los suelos y regados con agua de Lluta, un valle con altos niveles de salinidad y de boro, donde también hay una elevada radiación solar y poca humedad, el tomate poncho negro, es además un excelente ejemplo de tolerancia al cambio climático, pues las condiciones que tenemos naturalmente en el Norte Grande son las que comenzarán a ser normales en el resto del planeta.
En este momento crítico, en el que hay más personas que alimentar y menos terrenos para cultivar, donde la nutrición es clave para enfrentar esperanzas de vida más prolongadas y de calidad, y al mismo tiempo debemos minimizar la huella de carbono, los cultivos tradicionales, como nuestro delicioso tomate, tienen mucho que enseñarnos.
Elizabeth Bastías es bióloga, doctora en fisiología de las plantas y académica de la Facultad de Ciencias Agronómicas de la Universidad de Tarapacá.
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