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La industria ganadera no da para más. Lo que alguna vez fue una gran herramienta de supervivencia, y luego un excelente negocio, hoy es más bien un chaleco bomba amarrado a la humanidad: la producción de carne, que crece sin parar en el mundo, hoy genera tantas emisiones de carbono como el transporte vehicular. Para el 2050, podría representar casi un cuarto de todos los gases de efecto invernadero liberados a la atmósfera.
Todavía, eso sí, hay tiempo de desactivar este explosivo y la clave no es secreta: debemos conseguir que las proteínas, fundamentales para nuestra nutrición, no provengan solo de vacas, chanchos, pollos u ovejas, animales que por cada kilo de sabor aportan, en su crianza industrial, una profunda huella contaminante.
¿Pero dónde obtener alimentos de tan alto valor proteico como la carne animal, con aminoácidos que son esenciales para la nutrición humana, si no es del confiable ganado? Hay vegetales con muchas proteínas, como las legumbres, frutos secos y otros cereales, pero no todos consiguen ser tan completos: a algunos les falta metionina y a otros lisina, dos aminoácidos de los cuales depende nuestra salud.
Consumir más vegetales y menos animales es definitivamente más conveniente, tanto para el bienestar humano como el del planeta, pero todo indica que no dejaremos de comer carne. Los países en desarrollo solo aumentan su ingesta —tanto en China como en Chile, la tasa de crecimiento es del 2,5 por ciento anual—, mientras que los desarrollados no la bajan. En Estados Unidos, por ejemplo, se mastican unos 120 kilos por persona al año, más que nunca en su historia.
El protagonismo de la carne, como se ve en el gráfico de arriba, se expande por los platos de todo el mundo. Entre 2000 y 2013, el consumo global de aves de corral aumentó un 59 por ciento, llegando ese año a las 109 millones de toneladas. Hoy, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), hay en la Tierra 25 mil millones de pollos en granjas productivas, o sea más de tres por cada ser humano.
Este ritmo ganadero, por mucho que lo lamenten carnívoros y parrilleros, es simplemente insostenible: solo para hacer una hamburguesa, una sola, se necesitan 1.695 litros de agua.
La solución, si queremos seguir habitando este planeta en algo parecido a la armonía, no solo es dejar de cocinar animales de cuatro patas, sino que comenzar a producir los de seis. Sí: llegó la hora de comer insectos.
Hay un escarabajo en mi sopa
Daniel Trujillo, profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Atacama, siempre estuvo al tanto del problema de la carne y su ineficiencia. Como magíster en Ingeniería Agroalimentaria, constantemente leía informes sobre las consecuencias de la industria de alimentos, el aumento de la población mundial y la crisis de suelos y recursos para seguir criando y cultivando comida.
En uno de esos reportes, elaborado por la FAO el 2013, le llamó la atención que en vez de cereales, frutas o verduras, en la portada aparecían grillos. Y el informe los destacaba, junto a otros insectos, como una importante fuente de alimentación para dos mil millones de personas en el mundo.
Los bichos, decía ahí, tienen un interesante aporte en nutrientes fundamentales, como las famosas proteínas pero también muchos minerales, aunque su mayor gracia está en lo fácil que es cultivarlos y el bajísimo impacto ambiental que generan.
En promedio, para producir un kilo de carne de vaca se necesitan ocho kilos de forraje; uno de insectos, en cambio, solo requiere de dos kilos de alimento, el que además puede provenir de desechos orgánicos. En cuanto al agua, se calcula que al producir larvas de mosca soldado negra —una de las más cotizadas del mundo— se usa hasta diez veces menos que en la ganadería tradicional, además que el espacio requerido puede ser once veces menor.
Cada dato que leía a Trujillo le hacía aún más sentido. La manera en que nos alimentamos está llevando al planeta a sus límites y algo debía cambiar. Nunca, eso sí, había probado un bicho en su vida, pero aprovechó que estaba estudiando unos alacranes en las dunas de Atacama, el 2018, para investigar las propiedades nutricionales de otro insecto muy común en la región: la vaquita del desierto, un escarabajo del género Gyriosomus conocido por las manchas blancas y negras en sus élitros.
Se llevó unos ejemplares a su laboratorio de la UDA, en Copiapó, los congeló y luego, para que no perdieran ninguna propiedad, los deshidrató. Completamente secos, y sin saber con lo que se iba a encontrar, les realizó un perfil nutricional. Los resultados le abrieron el apetito, al menos científicamente.
“Primero, me encontré con que el Gyriosomus tiene buenas cantidades de potasio, magnesio, zinc, hierro y calcio, todos minerales fundamentales para la nutrición humana”, cuenta. “Segundo, y todavía más sorprendente, es que el 58 por ciento del peso de este escarabajo son proteínas. Es decir, el triple de un corte de vacuno tradicional, y el doble que una pechuga de pollo”.
Y no son proteínas cualquiera: el análisis de Trujillo mostró que ocho de los nueve aminoácidos esenciales que nuestro organismo no produce, pero que necesita para funcionar, están presentes en este escarabajo. El único que no apareció fue el triptófano, que sí está en el huevo y la leche.
Otra virtud de nutricional de la vaquita del desierto es que, a diferencia de las vacas de los campos, tiene muy poca grasa —apenas un 8 por ciento de su peso, tres veces menos que el vacuno—, y la que posee es de muy buena calidad: son principalmente ácidos grasos poliinsaturados y monoinsaturados, las llamadas “grasas saludables”, que ayudan a reducir el colesterol LDL y los triglicéridos en la sangre.
“Estos insectos son de fácil producción”, dice el investigador. “Se podrían generar granjas con ellos, que pueden instalarse en cualquier lugar y hacer concentrados, por ejemplo”. Eso fue lo que hizo Trujillo: en vez de consumirlo como un crocante snack, convirtió al escarabajo en un polvillo seco que puede diluirse en agua o usarlo como suplemento alimenticio.
¿Estamos listos para comer insectos?
Sobran las razones para comer insectos y, aún más, para disminuir el consumo de carne. ¿Por qué no lo hacemos? Tres sílabas: cul-tu-ra.
Llevar un contundente trozo de carne al plato, ojalá de vaca y bien magra, es un símbolo de estatus, una demostración de abundancia e incluso un ejercicio de poder. De poder adquisitivo, por supuesto, pero también poder sobre la naturaleza y la historia.
Es una manera de diferenciarnos de nuestros antepasados, muchos de ellos pobres o rurales, para quienes la carne era un lujo que no se podían permitir muy seguido. Al mismo tiempo, aunque no lo sepamos, comerse un asado es una sabrosa forma de acaparar recursos en el estómago.
Porque para producir una caloría de vaca se necesitan algo así como diez calorías vegetales. Y cerca del 40 por ciento de los cereales que se producen en el mundo —cereales que podrían ser comidos por humanos, como la soya o el choclo— se usan para alimentar animales que luego nos alimentarán a nosotros. Pocas cosas más ineficientes que un bistec.
Los bichos, en cambio, significan todo lo contrario: todas las virtudes que hemos mencionado sobre la producción y consumo de insectos no parecen capaces, al menos en el mediano plazo, de evitar la repugnancia que provoca la imagen de meterse una larva a la boca.
Históricamente, escarabajos, moscas y grillos han sido vistos en occidente como seres indeseados o, en el mejor de los casos, invisibles, tolerables solo cuando están lejos de nosotros. Si se acercan, los recibimos con una mueca de asco y luego con un chorro de insecticida.
Comerlos sería, para mucha gente, un retroceso civilizatorio, volver a tiempos prehistóricos, donde corríamos semidesnudos y dormíamos en los árboles. Pero es más probable que volvamos a condiciones así de precarias si seguimos produciendo carne de la forma en que lo hacemos ahora.
“Por eso es tan importante que la ciencia logre acercarse a las personas y a los poderes que toman decisiones”, reflexiona Trujillo. Con investigaciones como la de él, es más posible generar conciencia y acelerar estos cambios culturales. Algo así ha ocurrido en Europa, donde tras la presión de la comunidad científica y otras organizaciones, desde 2023 se permite la producción y venta para consumo humano de tres insectos: larvas de gusano (en polvo, congeladas y deshidratadas) y grillos deshidratados en polvo.
Por ley, en Chile solo se pueden comercializar insectos comestibles para animales o mascotas. Pero pronto eso debe cambiar. “Tenemos que hacer un cambio profundo de paradigma”, piensa el investigador, “y para eso debemos trabajar en conjunto ciencia, ciudadanía y poder político”.
Ahora bien, ¿a qué sabe un escarabajo? Trujillo no lo sabe: aunque sueña con una humanidad que coma más insectos y menos carne, todavía no prueba uno. “No se me ocurrió, pero sí olían bastante fuerte”.
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