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A casi dos mil kilómetros de Santiago, en pleno corazón del desierto de Atacama, un grupo de investigadores está midiendo el aliento del desierto. Con sensores de alta frecuencia, una torre instalada en el valle de Azapa registra segundo a segundo cómo los cultivos respiran, liberan vapor de agua y capturan dióxido de carbono. La técnica se llama micrometeorología, y su uso en la agricultura del norte de Chile es tan reciente como prometedor.
Desde 2023, el doctor en Ciencias Agrarias Camilo Riveros Burgos es académico de la Universidad de Tarapacá. Al poco tiempo de su llegada, detectó una ausencia crítica de información base para la agricultura regional. Dos años después, en 2025, lidera la instalación de la primera estación micrometeorológica con tecnología Eddy Covariance en la macrozona norte, como parte del proyecto “Carbono Control: Plataforma pública de monitoreo de CO2 en la región de Arica”.
Esta iniciativa se enmarca en el programa Bien Público de Corfo, es mandatada por el Ministerio de Medio Ambiente y ejecutada por un equipo multidisciplinario de profesionales de la UTA. Y financiado por el Programa Desarrollo Productivo Sostenible, instancia interministerial que busca impulsar un desarrollo productivo del país en términos económicos, sociales y ambientales.
El objetivo es ambicioso: generar datos públicos y confiables sobre el comportamiento agroclimático de ecosistemas productivos y naturales en Arica y Parinacota. “En teoría se supone que esos ecosistemas deberían ser sumideros de CO₂, es decir, deberían tener una alta capacidad de captura de CO₂”, dice Riveros sobre los bofedales altiplánicos. “Pero no hay ningún estudio, nada”. Por eso, la estación monitorea tanto el vapor de agua como el dióxido de carbono que intercambian los cultivos con la atmósfera.
La técnica detrás del monitoreo —eddy covariance— permite detectar variaciones de viento vertical y concentración de gases a razón de diez veces por segundo (10 Hz). Esa sensibilidad, explica Riveros, hace posible “saber si el CO₂ entró a la superficie y por lo tanto la superficie está capturando… o si emitió más CO₂ de lo que capturó”. La estación mide en tiempo real, promedia los datos y los transmite a una plataforma digital de acceso público.
En una zona donde la agricultura enfrenta suelos áridos, escasez hídrica y tecnología rezagada, la micrometeorología se presenta como una herramienta estratégica. Riveros está convencido de que se requiere una red interconectada que cubra distintas realidades productivas. Su meta es clara: transformar ciencia en decisiones que permitan cultivar futuro en medio del desierto.
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Del agua al carbono: el itinerario de un investigador inquieto
Camilo Riveros nació en Santiago, pero nunca se sintió parte de la ciudad. Su camino profesional lo llevó a estudiar agronomía en la Universidad de Chile y luego se doctoró en la Universidad de Talca investigando el uso eficiente del agua en la agricultura. Fue ahí donde se cruzó con una disciplina que cambiaría su enfoque: la micrometeorología, encargada de estudiar el intercambio de energía y masa entre la atmósfera y la superficie.
“Me gustan los desafíos”, confiesa Riveros. Y uno de los que más lo intrigó fue conocer cómo se cultiva en un lugar como el valle de Lluta, donde la lógica agronómica clásica sugiere que la producción no debería ser viable. Sin embargo, gracias a largas conversaciones con investigadores locales, descubrió que hortalizas como el tomate poncho negro y el maíz lluteño no solo sobreviven, sino que prosperan en condiciones extremas. Esa resiliencia vegetal despertó en él un interés profundo.
Al llegar a la Universidad de Tarapacá en 2023, Riveros se encontró con un terreno fértil para investigar, pero no por sus suelos, sino por la falta de datos. Detectó una preocupante desactualización en los “paquetes tecnológicos” agrícolas, especialmente en fruticultura. “Es como haber vuelto al pasado y llegado al principio de los 90”, dice. El contraste con la horticultura, mucho más tecnificada en la región, le reveló un potencial desaprovechado.
Su experiencia con estaciones micrometeorológicas durante el doctorado —equipos capaces de medir tanto flujos de vapor de agua como dióxido de carbono— le dio las herramientas para ir un paso más allá. “Siempre nos enfocábamos en el agua, pero veía que el dato del CO₂ quedaba botado”, recuerda. Todo cambió al leer un estudio italiano sobre viñedos y captura de carbono: “Eran varias toneladas por hectárea. Entonces, wow, no es algo menor. Ahí empezó mi gusto por el tema del CO₂”.
A partir de ahí, comenzó a imaginar lo que sería posible hacer en el norte de Chile: ecosistemas agrícolas resilientes, capaces de capturar carbono y al mismo tiempo enfrentar el estrés hídrico con ciencia. Su itinerario como investigador, que partió en los surcos del agua, encontró en el carbono una nueva forma de leer el territorio.
Eddy Covariance: la torre que escucha al desierto
A principios de 2025 se instaló una estructura metálica equipada con sensores de alta precisión en un huerto de cítricos del valle de Azapa. Aunque parece una antena común, se trata de la primera estación Eddy Covariance de la macrozona norte, una herramienta capaz de medir cómo interactúan los ecosistemas con la atmósfera mediante flujos de dióxido de carbono y vapor de agua.
La técnica, conocida como covarianza de torbellinos, se basa en un principio complejo: en la capa límite de la atmósfera —la más cercana al suelo— el movimiento del aire no es predecible ni lineal, sino turbulento. Para capturar ese dinamismo, los instrumentos deben registrar datos a una frecuencia mínima de 10 veces por segundo. “Si no es capaz de medir a 10 Hz, no sirve. Debe tener la sensibilidad para detectar variaciones 10 veces por segundo”, explica Riveros.

El equipo está compuesto por un anemómetro sónico tridimensional, que mide la velocidad del viento en tres ejes (X, Y y Z), y un analizador de gases infrarrojos, sensible al dióxido de carbono y al vapor de agua. La clave está en el eje Z, el eje vertical: ahí ocurre el verdadero transporte de masa y energía entre la superficie y el aire. “Ahí se calcula una covarianza entre la concentración de gases y ese viento vertical”, detalla el investigador.
Gracias a esta sensibilidad, el sistema puede distinguir si un huerto está capturando CO₂ o si, por el contrario, está emitiendo más del que absorbe. “Tú puedes saber si el CO₂ entró a la superficie y por lo tanto la superficie está capturando… o si emitió más CO₂ de lo que capturó”, dice Riveros. Esa información se almacena y se envía cada medianoche a un servidor conectado vía red celular.
Aunque existen estaciones similares en otras regiones —como La Serena, Talca o Chiloé—, ninguna operaba en la macrozona norte. Esta torre no solo llena un vacío geográfico en la red nacional, sino que inaugura un nuevo tipo de observación para los ecosistemas extremos del altiplano y los valles costeros.
“No estamos descubriendo la rueda —admite Riveros—, pero sí estamos dando un pequeño gran paso”.
Una plataforma abierta para decidir con datos
Cada noche, la estación Eddy Covariance de Azapa envía sus datos a un servidor. La información —sobre captura y emisión de CO₂, vapor de agua y condiciones micrometeorológicas— no se queda entre investigadores, sino que se procesa, valida y prepara para ser consultada por cualquier persona, desde una plataforma digital alojada en el sitio del Ministerio del Medio Ambiente. “Queremos saber quiénes nos visitan, por eso el sistema pedirá que los usuarios se registren”, explica Riveros.
La plataforma ofrecerá distintos niveles de resolución temporal: semanal, mensual, semestral o anual. El sistema mostrará si un ecosistema funcionó como sumidero —cuando los datos presentan un valor negativo de CO₂— o como fuente, cuando emite más de lo que captura. Además, los usuarios podrán ver esa información expresada en unidades comprensibles: kilos o toneladas por hectárea. Todo con el objetivo de facilitar decisiones informadas.
En la práctica, la estación permite afinar el manejo agrícola. “Cuando pasa una maquinaria, uno lo detecta al tiro”, dice Riveros. Los sensores registran picos inusuales en las emisiones de CO₂, lo que permite cuantificar el impacto de ciertas prácticas. “Si paso mucha maquinaria, los niveles de captura pueden ser compensados por las emisiones, y si estaba en un buen punto de captura, puedo llegar a cero”, advierte.
El mismo principio se aplica al riego. Si el huerto entra en estrés hídrico, las plantas cierran sus estomas y reducen la captura de carbono. Así, los datos permiten saber cuándo ajustar el riego para maximizar tanto la productividad como la sostenibilidad. Pero para que esa transferencia de conocimiento funcione, Riveros cree que es indispensable ampliar la red.
La Plataforma Carbono Control es, en palabras simples, una herramienta de ciencia abierta al servicio del territorio. En un contexto de cambio climático, donde las decisiones deben tomarse rápido y con precisión, contar con datos en tiempo real puede marcar la diferencia entre una agricultura reactiva y una resiliente.